Los comensales pasaron a la cocina y después a saludar al chef, éste inicio la charla explicando cómo trabajaba la brigada: «Allí se realiza la producción de algunas elaboraciones que después se reparten por las partidas. En aquella zona se finalizan algunos de los primeros platos; a este lado, junto al horno, los pescados; a este otro, donde se encuentra la parrilla, los fuegos y el baño María, las carnes; y al fondo se remata un poco de todo». Uno de los comensales dijo: «Está todo buenísimo… ¡Cómo se nota que estás tú!», a lo que, tras un breve silencio, el chef replicó: «De los 600 platos que se van a distribuir esta noche en las mesas durante el servicio, ¿cuántos cree que he cocinado yo? Si multiplicamos el número de cocineros que formamos el equipo por las horas que se trabajan cada jornada y lo dividimos entre los 1.200 platos que se sirven al día nos da 9 minutos por elaboración. Si yo exclusivamente cocinase, sin revisar recetas, repasar comandas, conversar con el equipo ni atender a proveedores o clientes como ustedes, pasarían por mis manos 60 de las 1.200 elaboraciones. ¿Quién cree que prepararía las 1.140 restantes?» A lo que apostilló: «En realidad, los mismos que cocinan las 1.200».
Un director de equipo, más que saber y confeccionar todo lo que viaja desde la cocina al comedor, es el que verifica que los diferentes platos se entregan tal como estaba planificado. Hay restaurantes donde mientras el responsable observa que todo fluye como debe, canta comandas e, incluso, realiza la fracción de una elaboración o un plato en su totalidad. Pero advirtiendo que, más allá de comprobar que los productos y elaboraciones se ajustan a las aspiraciones de calidad previstos, ¿es tan importante que los tenga que ejecutar el chef en su totalidad? Y una vez confirmado que es materialmente imposible que esto suceda, ¿qué tareas son las indispensables que debería llevar a cabo? ¿Iniciar algunos platos? ¿Finalizarlos? ¿Adquirir y seleccionar las materias primas? ¿Decretar que todo se desarrolla según lo convenido? Y como comensal, ¿usted qué evalúa y aprecia más? ¿Que el chef le cocine? ¿Que lo que propone el restaurante responda a unos criterios de ejecución excelentes? ¿Que la cocina proyecte un estilo personal y definido?
No sé ustedes, pero yo busco que aquello que me procuro se ajuste a los estándares de diseño, funcionalidad y condición que espero, sea un teléfono móvil, una prenda de vestir o un neumático, sin entrar a valorar si el director general de Apple, Loreak Mendian o Michelin lo ha ensamblado, cosido o maneja la prensa de vulcanización con sus propias manos.
Dentro de la infinidad de modelos y espacios donde se puede comer —pequeños o grandes, simples o sofisticados—, una gran idea no vale nada sin una buena ejecución y los recursos que lo sustentan. Pero una vez se ha conseguido armar un equipo y repartir tareas, hasta una idea ordinaria, admirablemente efectuada, tiene más notoriedad que un grandísimo concepto mal desarrollado. De ahí que verificar lo que se hace en la cocina sea tan importante, incluso más, que contemplar al chef salteando unos espárragos trigueros.
En medio de aquella animada conversación, el comensal que lideraba la mesa, y que tanto hincapié hizo en la presencia del cocinero, compartió con los demás su receta estrella, la que utilizaba para obsequiar a sus amigos cuando le visitaban en casa: una salsa de tomate industrial en conserva a la que añadía un sofrito de cebolla, ajos, una hoja de laurel y tomillo para modificar el sabor. ¿Ejecución o idea?