Según la estética empirista, el gusto tiene que ver con la curiosa capacidad para percibir belleza allí donde se encuentra. El buen gusto, entonces, supondría distinguir entre lo que resulta hermoso, elevado, proporcionado y puro; de lo que, en contraposición, es denostable, mediocre, bastardo. O feo, claro.
¿Pero puede el gusto tener un carácter universal? Los expertos no se ponen de acuerdo, tampoco a la hora de establecer si se trata o no de una “facultad” concreta, aunque ciertamente se acepta como una posibilidad exclusiva de la naturaleza humana, que los individuos no siempre llegan a desarrollar.
El gusto responde a las percepciones, sensaciones, sentimientos y emociones que provoca un estímulo concreto en las personas: en su piel o en sus tripas. Y sin embargo, con frecuencia vemos cómo se ancla este asunto sobre entelequias, sobre verdades absolutas; o incluso cómo lo bueno y lo bello se toman tantas veces como equivalentes, conduciendo esto a la emisión de juicios de virtuosismo y moralidad tejidos alrededor de la idea de discernir entre lo correcto y lo apropiado; lo hermoso y lo horripilante. Y por supuesto, lo delicioso y lo desagradable; lo sublime y lo mundano.[/vc_column_text][vc_column_text text_lead=»small»]De acuerdo con Joseph Addison, el gusto es un placer de la imaginación. El pensador inglés lo describió en su época como una facultad que siente la belleza con placer y las imperfecciones con disgusto, considerando además que las impresiones del gusto son inmediatas. Estableció, asimismo, las tres cualidades que el gusto es especialmente capaz de captar -y que por tanto hacen posible los placeres de la imaginación-: la belleza, la grandeza y la singularidad. Así “de fácil”.
Saltarse la norma imperante excluye, no obstante, a los disidentes de los marcos de armonía y perfección, de allí que disfrutar de lo que “no toca”, ensalzar lo que no corresponde, sea visto como “trampa”, desviación, herejía, sacrilegio o, en su defecto, como algo de “mal gusto”. Sucumbir a lo impropio resulta perturbador o incluso reprobable, por prodigioso que sea el objeto estético de nuestras apetencias. Esencialmente porque la noción de gusto tiene un indispensable componente aleccionador, de engaste social, ligado a la aprobación que da cierto establishment respecto a “lo que sí y lo que no”.
En Historia de la belleza, sin embargo, Umberto Eco acentúa que la consideración de lo bello depende de las épocas y las sociedades. Es difícil dar con reglas únicas y comunes para todos, pues no todos podemos encontrar la satisfacción en los mismos objetos, representaciones u obras. Esta apreciación se acelera más si cabe al posarla sobre la alimentación, debido a que, por una parte, ha estado sujeta al conjunto de instrucciones que indicaba cómo hacer y comportarse en relación al gusto del momento. Por otra parte, determinar qué se puede comer y qué no es una resolución definida por la cultura y los hábitos; sin olvidar variables vinculadas a la genética, la sensorialidad e incluso la memoria de cada cual.
«Sucumbir a lo impropio resulta perturbador o incluso reprobable, por prodigioso que sea el objeto estético de nuestras apetencias»
No todos procesamos igual los estímulos que recibimos a través de nuestros sentidos. Lo que vosotros pudierais considerar picante, a mí pudiera parecerme insípido; frente a un plato hecho con cuy, habrá quien se deleite en Perú, pero también quien repudie, en Euskadi, la idea de comerse a un roedor.
Lo que en un lugar se considera una delicadeza, en otro punto se puede llegar a juzgar como repugnante. De hecho, los perros, como los conejos e incluso los cerdos, ya han adquirido el rango de mascota en muchos lugares. La correlación entre el aumento del nivel de vida y la transformación de la relación con lo que es o era comida es una realidad. A mayores ingresos, mayores escrúpulos, como se puede advertir en el rechazo de cierta parte de los consumidores a ciertas partes de los animales. Un ejemplo lo tenemos en esas vísceras que descalzan el recetario en su intento de burlar el hambre. Despojos, hígados, sesos, sangre, tripas que van franqueando la distancia que separa las recetas humildes de los platos codiciados por obra y gracia de un cliente foodie a la caza de experiencias renovadas.
¿Qué determina que algo nos parezca desabrido? ¿Por qué el queso azul, el bacalao o el jamón ibérico pueden tener una nota subida de sal y ser apreciados, pero un plato que probamos al azar, con ese mismo matiz, nos parece “pasado de sal”? ¿Por qué una morcilla, hecha básicamente con sangre animal, nos puede parecer bella y deliciosa, pero no así un bocado del riñón del mismo cerdo del que se obtuvo la morcilla? Frente a los espejos de la memoria, por su parte, pocas cosas serán tan placenteras como eso que probamos y nos recuerda a los pucheros de la abuela. Pero no cualquier abuela: ¡nuestra abuela!
¿Puede un restaurante construir algo que funcione inquebrantablemente? ¿Es capaz un menú de gustar siempre y gustar a todos? ¿Desde qué perspectiva?¿Está realmente a nuestro alcance asegurar que haya correspondencia entre nuestro gusto y el de quienes experimentan nuestra propuesta?
Lo predecible, lo evidente, lo infalible o lo que se supone que es de “buen gusto”, en ocasiones nos resulta tan desabrido como imaginar a un voyeur en una playa nudista. Por eso, cada vez que podemos, abrimos signos de interrogación: ¿Y si….? ¿Qué pasaría con…?
En Mugaritz surcamos estas cuestiones, abriendo caminos alternativos para paladares que lejos de conformarse con certezas, disfrutan de hacerse preguntas o simplemente celebran el hecho de decidir por sí mismos lo que les resulta y lo que no (a sabiendas de que cada comensal se sienta a una mesa acompañado de una maleta cargada con prejuicios y expectativas); y de ser parte activa de lo que ocurra durante sus visitas.
Llevamos años componiendo variaciones sobre temas próximos y “sagrados” como las angulas. Más que verlas como un ingrediente, las asumimos como detonante, como un medio para representar ideas. En una ocasión, introdujimos en nuestro menú un plato llamado “Consomé origen”: en un pequeño cuenco, llegaban a la mesa dos angulas nadando entre semillas de albahaca. Sí, las angulas llegaban vivas a la mesa. Queríamos que el comensal decidiera qué hacer con ellas: ¿comer o no comer? Que en el fondo, no supone nada distinto a lo que nos exige comer ostras, pero ni lo pensamos, habituados como estamos a ingerir cosas que otros mataron, despiezaron y prepararon por nosotros; y por supuesto, acostumbrados a no mirar a los animales que nos comemos directamente a los ojos. En el caso de nuestras angulas: se mueven, saltan y miran de frente al otro, al que está por comerlas y esto provoca tensión. Cosa que no ocurre frente al reposo de un mejillón vivo.
Habrá quien diga, frente a una propuesta así, pero qué de mal gusto. Y, sin embargo, en el fondo yace algo tan bello como la vida misma, serpenteando entre semillas de albahacas, para quien quiera pensar en ella. Cabe decir, igualmente, que servir esto fue un reto espinoso: lo servimos muy de vez en cuando.
«Habrá quien diga pero qué de mal gusto. Y, sin embargo, en el fondo yace algo tan bello como la vida misma»
En otra ocasión, quisimos dar de comer una reflexión vinculada a lo rancio. Desde 2015, nos preguntamos cómo encarnar este término con humor tanto en un marco sensorial como conceptual, por tratarse de un concepto movedizo sobre el que difícilmente se logran consensos nítidos. ¿Puede lo rancio denotar belleza? Es verdad que lo rancio se asocia, en ocasiones, con algo echado a perder o que ha perdido su vigor (incluso hay personas o referencias intangibles que llamamos “rancias” cuando las consideramos pasadas de moda o anticuadas). Ahora, también es cierto que lo rancio se vincula a la consecuencia positiva que puede tener el paso del tiempo cuando deviene en la oxidación de vinos, como el oloroso o el palo cortado. Un amplio trabajo interno desembocó en una sopa tostada de vino ¿rancio? sobre la cual flotaba un marshmallow en forma de Bibendum (el muñeco diseñado por el caricaturista O’Galop para la marca de neumáticos Michelin y que hoy identifica la guía y las estrellas del mismo nombre). La significación que el comensal diera al muñeco blanco y gomoso que desde hace años legitima el prestigio de los más encumbrados restaurantes, dependería, una vez más, de cada cual. En la mesa, más de uno usó su cuchara para decapitar su Michelin. ¿Hermoso, no?
En otra ocasión, fermentamos un plátano con su cáscara hasta tal punto que parecía estar podrido (venía caramelizado con pasta de gambas). A la vista, difícilmente resultaba atractivo. Más de un comensal levantó sus pestañas frente al resultado de una transformación tan agresiva, cosa que también ocurre cuando servimos frutas (peras, manzanas) fermentadas hasta sus últimas consecuencias, descompuestas y llenas de moho.
¿Está bueno esto? -nos dicen a veces ciertos comensales sorprendidos- ¿No es de mal gusto?. Queremos pensar que hay espacios por conquistar en la frontera donde se cruzan lo conocido y lo desconocido. Y que en esa frontera, se posa no solo el órgano gustativo de quien mastica, sino la curiosidad y la imaginación de quienes exploran nuevos territorios con los dientes. “Para gustos, los colores”, se suele decir. Ponernos de acuerdo alrededor de nociones tan movedizas como estas será probablemente tan difícil como poner de acuerdo a cualquier parlamento europeo.
Asomarnos a lo que viven otras disciplinas frente a disyuntivas como estas, en ocasiones ayuda. Por ejemplo, sabemos que hoy en día el objeto del arte (sobre todo el contemporáneo) pudiera ser cualquiera o incluso ninguno. El arte juega su mayor papel en el orden imaginario y simbólico de nuestras sociedades y, por eso, tan importante puede llegar a ser la idea o el concepto que sustenta una obra como su propia representación material. ¿Puede aplicarse esta lógica a la cocina? Al menos el debate es necesario, guste o disguste.
Andoni Luis Aduriz, por si las dudas, nunca sabe. El chef de Mugaritz, con 2 estrellas Michelin en el País Vasco, caza preguntas que le lleven a nadar en aguas distintas a las suyas. Entre las mentes más creativas de la cocina contemporánea, y actual presidente de Euro-Toques, fundó Diálogos de Cocina en 2007 para probar que eso que él llama “sobremesear” (conversar al borde de una mesa) puede ser también un deporte.