He vivido durante 15 años en Málaga. Volví hace un año a Euskadi, donde nací. Y os aseguro que hoy estoy completamente desorientada. Ya no sé si volver supone hacerlo al norte o hacerlo al sur. Aún siento que en Málaga estoy en casa.
Así que para mí estar hoy en Gastromarketing es especial. También porque hace unos años yo estaba sentada ahí, no ahí exactamente, pero sí entre vosotros, escuchando a Maca de Castro, a Joan Roca, a Paco Nadal y ahora estoy a este lado. Además, estáis ahí físicamente, algo extraño porque en los últimos tres años todas las clases que he impartido y las conferencias y mesas en las que he participado han sido a través de una pantalla. Así que no solo estoy desorientada. También tengo vértigo.
A Esperanza Peláez, periodista y presentadora de esta y otras ediciones, le ha faltado una cosa. Y es algo que siempre meto en mi biografía cuando me la piden o que incluyo en cada uno de los perfiles con los que cuento en redes sociales. Y es que también soy madre.
No lo hago por reconocimiento. Veo en la audiencia a madres de hasta cuatro y seguramente lo hagan mucho mejor que yo. Tampoco es un aviso de que os voy a sacar las fotos de mi hijo durante nuestras últimas vacaciones (aunque sea muy gracioso) o el último dibujo que me ha hecho. Bueno esto sí.
Esta soy yo mientras trabajo, según él. Dice que me dedico a “escribir letras”.
Tiene 4 años. Entiendo que lo del centro es un teclado. La zona superior me parece sospechosa: quizá sea el resultado de 3 años de lactancia materna a demanda. Sin embargo, considero que eso es también gastronomía.
Todo lo que ha comentado Esperanza es lo que hago. Madre es lo que soy. ¿Y por qué os cuento esto? ¿Qué tiene que ver esto con la hostelería? Porque quiénes somos importa tanto como lo que hacemos. Y hasta hace poco, casi 710 días, porque hoy se cumplen 710 días desde aquel pandémico 14 de marzo de 2020, nos hemos empeñado en ocultarlo.
Seguro que habéis visto Tiempos modernos de Chaplin. Los gerentes de la empresa en la que trabaja Chaplin están testando una máquina que permite reducir el tiempo del almuerzo de los trabajadores. Les da de comer mientras ellos siguen produciendo en la cadena de montaje. Evidentemente, es un desastre.
Esa escena tiene muchísimas lecturas. Al ser humano se le ha convertido en un robot. Vemos que se ha eliminado el componente social del almuerzo. También el placer de comer, el ritual. Solo queda el alimento como fuente de energía para seguir trabajando.
Tampoco importa la elaboración de esos platos que alguien habrá preparado en una cocina también despersonalizada. No importa de dónde vengan los ingredientes, quién los haya cultivado. No importa quién los sirve, porque es una máquina. No importa quién come.
Era 1936 y eran tiempos modernos. Hasta hace 710 días.
Porque hace 710 días llegó el lobo y nos confinaron por primera vez. Llegó el lobo como lo llamaría la gastrónoma Mary Frances Kennedy Fisher. Ella, una de las primeras mujeres que hicieron literatura de la gastronomía, escribió durante la Segunda Guerra Mundial un libro que se llamó Cómo cocinar un lobo.
Se trataba de un recetario de supervivencia: cómo hacer una buena sopa sin apenas ingredientes, cómo ahorrar recursos al asar varios platos en una misma hornada. También era un manual para desenvolverse a nivel emocional en tiempos de incertidumbre a través de la cocina. Espacio seguro, espacio de control. Espacio de conexión. La cocina como ansiolítico.
Durante el primer confinamiento nos encontramos con que no, no éramos máquinas que comen mientras trabajan lo que otros seres-máquinas han cocinado vete a saber dónde. Hasta ese momento pasábamos de puntillas sobre ciertos temas. Porque ya sabéis, que no: que no se habla de Bruno, no, no, no.
Sin embargo, esto ha comenzado a cambiar.
Utilizamos los medios tradicionales, los digitales, las redes sociales, para comunicar. Instagram, Instagram TV, Tik Tok, Twitter, Twitch. Canales de televisión, plataformas de streaming. De apenas 20 o 30 piezas sobre gastronomía hemos pasado a poder elegir entre cientos de productos audiovisuales en los últimos años. Programas, series, documentales y películas de ficción tienen hoy a la gastronomía como hilo conductor.
También hay nuevos formatos, como el podcast, en constante crecimiento. Ha llegado la revalorización de las newsletters en forma de cartas personales que nos llegan directamente a la bandeja de entrada. Aún doy un respingo cada vez que recibo un mail de Ruth Reichl, una de las grandes del periodismo gastronómico. Crítica gastronómica de The New York Times, de Los Ángeles Times, editora jefa de la revista Gourmet. Alguien que se ha posicionado abiertamente por la igualdad de derechos en la cocinas, por la desmitificación del estrellato gastronómico.
Alicia Kennedy, una de las voces más potentes de la actualidad. Mujer, joven, latinoamericana, vegana. Escribe sobre sostenibilidad medioambiental y humana. Sobre la diáspora y la apropiación cultural en gastronomía. Un ejemplo más cercano: Anna Mayer, una de las mejores divulgadoras de la cultura gastronómica italiana en España.
Paloma Díaz Más, autora de un libro precioso que se llama El pan que como, dijo en una entrevista que «si la vida cambia, cambia la literatura». Yo pienso que si la vida cambia, también lo hace la gastronomía. Y, claro, por ende, la forma en la que la comunicamos y lo que comunicamos sobre ella. ¿Cómo podemos estar contando lo mismo que otros contaban hace 20 años?
Hay realidades del sector que solo ahora hemos tenido la oportunidad de visualizar. El trabajo del periodista gastronómico sobrepasa el plato.
Y fijaos que digo periodista gastronómico, y no crítico gastronómico. Porque todavía hoy hay una gran confusión sobre nuestra profesión.
No, no estamos comiendo en restaurantes todos los días (ni lo hacemos gratis). ¡Y sorpresa! No solo escribimos sobre restaurantes. Tampoco es un perfil exclusivamente masculino, ya he puesto varios ejemplos que lo demuestran. No, no somos foodies o influencers, a no ser que maticemos muchísimo esas figuras porque hay quien puede tener cierta influencia en nuestra profesión. Y si ser foodie implica que te guste la buena comida, y con buena quiero decir producida de manera sostenible tanto a nivel medioambiental como humano, sí, soy foodie. Estaría genial que todos lo fuéramos.
Quizá, al leer el título de esta ponencia, las nuevas formas de comunicar la gastronomía, hayáis pensado que quería daros consejos sobre cómo utilizar herramientas como las que he mencionado antes. Dónde estar, qué colgar, cómo hacerlo. Pues no. Porque yo he venido a hablar de… Bruno.
Sé poco de números. No sé cómo podéis ser más rentables. Me encantaría saberlo y conseguir que durmáis mejor por las noches, pero para eso han estado aquí Erika Silva y Emilio Suero y Borja Beneyto. Ellos conocen las estadísticas, las cifras, las estrategias, las tendencias, las campañas.
De lo que sí sé es de contar historias.
Y os aseguro que, en estos momentos y, sobre todo, 710 días después de que llegara el lobo, toda una nueva generación de periodistas gastronómicos estamos deseando contar la vuestra.
Pero para eso, tenéis que saber cuál es, quiénes sois. Reconocer vuestra historia, transmitirla con honestidad. Mi historia es que soy mujer, mujer y madre, madre relativamente joven, mujer, madre, joven que no sabe si añora el norte o el sur. Que escribe.
«Si la vida cambia, también lo hace la gastronomía. Y, por ende, la forma en la que la comunicamos y lo que comunicamos sobre ella. ¿Cómo podemos estar contando lo mismo que otros contaban hace 20 años?»
Vuestra historia tiene que ser real. Honesta. Ya no sirven los simulacros.
Me gusta, por ejemplo, cuando Mugaritz comparte a todo el equipo limpiando el restaurante tras un servicio o cómo y quién desarrolla su proceso creativo. Me gusta cuando Les Cols habla sobre la historia y la procedencia de los ingredientes que utilizan, de las herramientas. Me gusta cuando Asador Etxebarri no cuenta con perfiles en redes sociales. No tendría sentido que las tuviera. Bittor Arginzoniz es parco en palabras.
Me gusta cuando Baster, una taberna de Bilbao, comparte cómo están friendo cebolla y cuentan que es de Zalla. Y es de Zalla. Me gusta cuando Esther, una camarera de un bar de pueblo de Cataluña comparte los combinados clásicos de los 80 que sus clientes, ya mayores, no dejan de pedirle. Es la cuarta generación al frente de La Plaça, en Montgat. El torombolo, la palomita, la persiana... Y solo en la imagen de un vaso de tubo ya sabes cómo es la taberna y quiénes la habitan.
Hablar de marketing es hablar de persuasión, pero no se trata de vender humo.
Se trata de comunicar y lo único que puedo deciros es que os aseguréis de que en lo que comuniquéis haya verdad, la vuestra, la que sea reflejo de quienes sois, de vuestra geografía. Eso nos va a permitir a nosotros, los periodistas gastronómicos, contaros.
Vuestra historia la construye cada decisión que tomáis. La construye Bruno.
Bruno, del que hasta ahora no se hablaba, es vuestro equipo: su sueldo, la equidad, las condiciones laborales, la diversidad en las cocinas. Bruno es la mujer que no sale del friegaplatos y que vuelve a casa sin mirar atrás. Bruno es el chico latinoamericano que ha comenzado a hacer prácticas en vuestra cocina. Bruno es el camarero que sirve y recoge y explica y atiende y que quiere llegar a casa a leerle a su hijo antes de que se duerma. Bruno es la jefa de sala que acaba de quedarse embarazada.
Bruno es una pregunta: ¿Quién sostiene vuestro restaurante?
Bruno son los ingredientes que decidís incorporar a vuestra carta. Bruno es el tomate de temporada cultivado a 20 kilómetros de forma ecológica. Bruno es el queso de cabra de ganadería extensiva que se produce en La Palma o el de oveja de Córdoba. Bruno es la pequeña bodega familiar que produce txakolí de manera sostenible en Hondarribia, es el agricultor que ha recuperado una semilla de trigo antiguo con la que hacer un pan nuevo, como los chicos de Gure Ogia.
Bruno es el desperdicio diario en las cocinas. Lo que se tira, se guarda, se corta, se asa, se licua. Bruno es el vecino que ha vuelto a comer en su barrio porque le ha vuelto a pertenecer un poco. Bruno es el malagueño al que antes se ignoraba en las mesas. El donostiarra que ahora ha podido volver a disfrutar de una gilda y un zurito mirando al mar.
Contaba Edorta Lamo en el congreso Diálogos de Cocina que “tener al pueblo de tu lado es tan importante como tu cocina”. Él ha dejado la ciudad para perderse en su pueblo natal alavés, Campezo, donde ha construido una cocina basada en el furtivismo que caracterizaba a la zona (Arrea!). “Tienes que hacerles sentir que ellos también están ganando con la experiencia”, dijo. Y tenía razón. Es algo que una ciudad como Málaga, eminentemente turística, debería tener muy en cuenta.
Recuerdo una columna de Pablo Bujalance (una de las mejores firmas que tiene esta ciudad) publicada en Málaga Hoy tras el primer confinamiento que se titulaba “Ahora sí: malagueños, al centro” y hablaba de cómo el futuro de la ciudad pasaba ahora por que los malagueños regresaran de donde se les había expulsado. El cliente, y más el local, es importante. Él también es Bruno.
Bruno sois también vosotros, vuestros orígenes, vuestras heridas.
Todo, absolutamente todo en vuestro restaurante, tiene un significado y os define. Cuenta una historia.
No hace falta que seáis extraordinarios. Tenemos sobrevalorado lo extraordinario. Todas las cocinas son legítimas. Y en muchas ocasiones, son las más ordinarias las que se convierten en referentes para el futuro de todos, no solo para el de unos pocos. No tenían ánimo de ser extraordinarias las mujeres que mezclaron y aliñaron patatas, naranjas, cebolla, aceitunas y bacalao para hacer la primera ensalada malagueña. No tenían ánimo de ser extraordinarias quienes echaron al mortero ese aceite y esas almendras y el ajo y el pan de ayer para hacer un ajoblanco que ahora ocupa mesas de altura. Quienes hicieron un marmitako por primera vez.
Las cocinas de resistencia, como son las de muchos de vosotros, importan.
Parece que lo único noticiable es lo extraordinario:
Ese plato de Mugaritz con el que bese a una mujer a través de un riachuelo de siropes y flores fue extraordinario. Sin embargo, esa tortilla jugosísíma hecha al momento por dos tipos canallas del casco viejo de Bilbao también. 2,40 euros. He escrito sobre ambos.
He escrito sobre ese chipirón que se merecía un réquiem nada más salir de las brasas de Arginzoniz en Etxebarri. Pero también sobre estas rabas del Sorginzulo, en la plaza nueva de Bilbao cualquier domingo a mediodía, mientras en la puerta decenas de niños y padres (más padres que niños) intercambian cromos.
Este plato de cuajada de vainilla con pescados de rio y tirabeques de Benito Gómez en Bardal fue extraordinario. Este mollete de carne mechá que Rubén prepara cada día en el mercado de Marbella como homenaje a su madre Manuela, que además era bailaora, también.
La alta gastronomía española, aunque no tengo claro aún qué es lo que este término significa, ya tiene su representación asegurada en los medios. La ha tenido desde que Ferrán Adriá salió en la portada de la revista Time a principios de los 2000. Siempre han tenido una parte del periodismo dedicada a ellos, tienen quien se ocupe.
La mayoría de nosotros, porque la pandemia ha cambiado sobre lo que escribimos igual que ha cambiado a quien escribe y a quien come, queremos tener la actitud del cazador que menciona siempre Caparrós. Ese mirar donde aparentemente no pasa nada, de estar mirando todo el tiempo “para contar las historias de aquellos que nos enseñaron a no considerar noticia”.
Además, algo está cambiando en los medios de comunicación.
Algo está cambiando cuando Marc Casanovas abre un melón y escribe sobre las condiciones laborales y hablan los cocineros, las jefas de sala, los camareros, los profesores de hostelería sobre cómo se sienten en su día a día. Cuando Rosa Molinero escribe sobre los chinos que han alquilado las tabernas de quienes se han ido jubilando en Barcelona pero que han seguido ofreciendo y respetando la misma oferta que sus antecesores. Lugares que los vecinos han seguido visitando.
Cuando Jorge Guitián escribe sobre un panadero rural o sobre una cocina que habita en carreteras secundarias como Landua en un pueblo gallego de 22 habitantes que ofrece un menú de 6 pasos por 38 euros en el que espero poder sentarme alguna vez. Cuando Carmen Alcaraz dirige un medio como Hule y Mantel que pone en valor el recetario tradicional o que escribe sobre las mujeres que sostienen los restaurantes de prestigio.
Cuando a Carlos G. Cano le dan un espacio como Gastro Lalalá en la Cadena Ser para abordar la igualdad en las cocinas. Cuando una mujer joven y latinoamericana como Ana Luisa Islas tiene una firma en una sección de gastronomía nacional en la que se centra en lo rural, en la mal llamada ‘España vacía’.
Cuando a mí me permiten escribir sobre pequeñas casas de comidas como El Lugarcito de Noviciado de Madrid en el que Lola cocina del barrio para el barrio un menú diario y casero por 10 euros, o Al-Paladar, en Valencia, donde han eliminado todos los intermediarios y solo trabajan con productores ecológicos locales y ganaderías extensivas para un menú de 8,50 euros del que disfrutan estudiantes, trabajadores y jubilados del barrio. Sobre si la salud física y mental debe ser un terreno que también aborde el periodismo gastronómico, o… sobre el bocadillo de la Butibamba.
Fijaos en que he puesto las fotos de todos y todas mis colegas. No somos los mismos que escribían sobre gastronomía hace 20 años. Por eso os he mencionado también muchos nombres de mujer. Hay mucho más de lo que parece en el periodismo gastronómico actual.
Hace poco Jorge Guitián se preguntaba: ¿Es solamente lo que ocurre en el plato lo que marca la excepcionalidad de un proyecto? No. Es la historia y todas esas aristas que han estado fuera de los focos. Porque el plato, aunque esté lleno, puede estar vacío. Si está vacío es que no hay historia, y la historia, como dice Andoni Luis Aduriz, es el sexto sabor.
He comenzado mi intervención contándoos que estaba desorientada. Que tenía vértigo. Que soy madre. Es mi historia. Es mi geografía personal, desde la que miro para veros a vosotros. No somos máquinas que escriben, máquinas que cocinan, máquinas que comen. Somos manos que cortan y cuecen y fríen, y suman y restan, que sirven, que friegan, que disponen, que explican y que presentan, que alimentan. Unas manos que tienen heridas, cicatrices, huellas. Que vienen de alguna parte.
Creo fervientemente en que la comida nos permite explorarnos como seres humanos. Ya lo sabíamos, pero se ha tomado más conciencia de esto desde hace 710 días.
Pocas cosas son más íntimas que darle de comer al otro. Quienes cocinan están elaborando algo que va a entrar en el cuerpo de otra persona. Muchos de vosotros lo hacéis cada día o tenéis locales en los que se da de comer. Muchos, desde el marketing, desde las agencias, ayudáis a que estos espacios lleguen a los clientes, a los medios. Haced lo posible para que lo que contéis no sea solo una foto sin dimensión alguna.
Cada decisión que toméis en vuestros establecimientos os va a definir: qué ponéis en el plato, quién lo ha elaborado, cómo trabaja, en qué cree, cómo le hacéis sentir a quien se sienta en vuestra mesa, esté de paso o sea el vecino de arriba. Las herramientas importan, claro. Las de hoy y las que probablemente lleguen mañana. Pero no sirven de nada si el plato está vacío.
Porque si el marketing trata de seducción, no hay nada más seductor que una historia honesta.
Y sí, nosotros, queremos hablar de… Bruno.
* Transcripción de la conferencia impartida en el congreso Gastromarketing (Málaga, 2022)
** La foto de portada pertenece a Vivian Maier. En blanco y negro, ‘Los inconformistas’ de Martin Parr.
Lakshmi Aguirre es escritora gastronómica. Colabora con medios como Bon Viveur, El Comidista, Condé Nast Traveler y Guía Repsol. Es profesora en el máster de Comunicación y Periodismo Gastronómico The Foodie Studies y del Basque Culinary Center. Realiza labores de edición en la editorial gastronómica Col & Col y forma parte del equipo de comunicación de Diálogos de Cocina.