Código abierto es un eslogan rotulado con tipografía Input en la mente de muchos programadores. Bajo el título Open Source, se abriga la corriente que tutela los beneficios derivados del acceso al código fuente de los programas para poder modificarlos, reescribirlos, utilizarlos y distribuirlos de manera autónoma y libre. La idea se centra en la premisa de que al compartir el código, el programa resultante tiende a ser de calidad superior al del software original, ya que evoluciona, se desarrolla y mejora de forma colectiva y, por tanto, más rápida. Este planteamiento cooperativo resquebraja la lógica del sistema, que opera amparando el monopolio que confieren las patentes y desnuda los desiguales dictámenes existentes en relación a los derechos de propiedad intelectual y a la libre competencia. Un conflicto entre legitimidades y privilegios travestido de metáfora, de buenos contra malos, dibujada en papel con copyright. Por un lado, los que opinan que sin el manto de las patentes las empresas y creadores pierden los alicientes para esforzarse y producir, digamos, música, literatura, arte, teatro, cine, fotografía, cómics, medicamentos, ingeniería, arquitectura o plantas y semillas de última generación. Y por otro, los que ven tras los métodos de protección y la argumentación del incentivo un discurso hueco y ampuloso que camufla formas de monopolio y una extensión de los peores defectos de los criterios económicos.
En los perímetros de este agitado debate están las derivadas de esa filosofía de la libre redistribución de productos que ya alcanza al desarrollo de máquinas industriales y al mundo audiovisual. Lo llamativo del caso es que, si reflexionamos detenidamente, nuestra alimentación, comenzando por la agricultura, ganadería y pesca, y finalizando en los recetarios, ha evolucionado dentro de un sistema de código abierto. Es decir, en una clave abierta donde el conocimiento ha fluido y fluye en cualquier trayectoria. Prácticamente no hay receta que no se haya podido adaptar o modificar a gusto del usuario. Y es por ello que, más allá de las vetas emotivas, la cocina tradicional expone, capa a capa, la riqueza de un aporte colectivo sostenido en el tiempo. Pero lejos de la tradición compartida, e íntima, está la propuesta de los restaurantes, de las composiciones de trazo fino y aromas adornados, ahormada sobre los anhelos y opiniones de un público que, además de en la mesa, consume sobre todo en el comedor de las redes. En no demasiados años, gracias precisamente a su aperturismo, la cocina ha devenido una de las disciplinas con un más alto grado de hibridación, generando una complejidad que hace necesaria una reflexión hacia adentro, un mirarse en el espejo del tiempo.
En esta época de la fast information, de los titulares hambrientos y la comunicación en menos de 140 caracteres, es hora de deliberar sobre la forma en que la gastronomía constituye una fuente abierta de cultura y conocimiento; sobre cómo ha evolucionado gracias a la intervención y colaboración de actores en todos los niveles, desde investigadores a productores, desde artistas a foodies. Porque la cocina no es patrimonio de los cocineros sino de toda la sociedad en su conjunto.
Andoni Luis Aduriz