29.07.19 | IN 2019, CULTURA, #QUÉCOMOCUANDOCOMO, ALIMENTACIÓN, LECTURAS, SOSTENIBILIDAD, GASTRONOMÍA, SABER COMER, GLOBALIZACIÓN, MEDIO AMBIENTE, FUTURO, ANTROPOLOGIA, TECNOLOGÍA | BY ADMIN
El promotor cultural Felipe Ribenboim es, junto al chef Alex Atala, quien mueve los hilos en la organización del congreso gastronómico FRUTO, que desde 2018 se celebra en Sao Paulo y que se define como una plataforma de compromiso y movilización para discutir la alimentación y los problemas, desafíos y soluciones de nuestro tiempo y para los próximos años. A lo largo de las dos ediciones celebradas hasta la fecha han pasado por su escenario personas de muy diversos ámbitos, en busca de compartir conocimientos e ideas distintas con el objeto de encontrar un territorio común en el que sembrar iniciativas que puedan aplicarse en el futuro. De todo ello hemos hablado con él.
FRUTO responde a la idea de que la gastronomía ya no es lo que era. Es decir, ya no se trata sólo de cocina, sino reconocer una realidad en la que todo está interconectado a través de los alimentos, y muy especialmente las cuestiones sociales, medioambientales y de sostenibilidad.
En la primera edición de FRUTO en 2018, tratamos de establecer tres ejes: culturales, sociales y ambientales o ecológicos. Se trata de abordar la comida y todas sus relaciones transversales. En la comida hay historia, pueblos, países, expresiones culturales y sociales. Reflexionamos sobre la relación del hombre con el alimento, pero también con la falta de alimento. No todo es glamour y desafortunadamente existe el hambre y la falta de acceso a la comida. Por eso buscamos traer a nuestro evento ideas y acciones innovadoras orientadas a acceder a alimentos buenos, limpios y justos. Hablamos de comida y sostenibilidad y también queremos dar ejemplo: todas las comidas que servimos a los invitados provienen de donaciones, son alimentos que estaban a punto de caducar o se consideraban feos, al margen de los estándares estéticos, o porque al final de un mercado no se habían vendido… Compostamos los residuos de las comidas y ofrecemos ese compost como regalo a nuestros invitados al final de los tres días. También tenemos cuidado de utilizar materiales compostables para platos y cubiertos, para las camisetas del evento que también regalábamos, etc. Y ahora, además de un evento, FRUTO se convierte en una plataforma para accion. Si en la edición de 2018 salieron del evento “Diez semillas” para el futuro, tras la de 2019 vamos a lanzar entre tres y cinco propuestas salidas de las tres mesas de diálogo, relativas a educación alimentaria, desperdicio de alimentos y políticas públicas para la alimentación, propuestas que vamos a tratar de llevar a cabo a lo largo de este año. También empezamos este año con el sello FRUTO: acompañamos la salida al mercado de huevos fuera del estándar, es decir, huevos de menor formato producidos por gallinas jóvenes de granja, alimentadas naturalmente y sin antibióticos. Estos huevos orgânicos actualmente estan fuera de mercado por no cumplir con los estándares y no se valoran. El sello se propone educar al consumidor sobre el consumo consciente y valorar el trabajo de produtores locales que respetan la naturaleza.
FRUTO parece no tener complejos a la hora de invitar a su estrado a personas que representan posturas ideológicamente opuestas respecto al mundo de la alimentación: orgánico / no orgánico, transgénico / no transgénico, representantes del gobierno y personas que están en contra de sus políticas… Decís que “el sistema de producción actual está matando al planeta”… y supongo que ante el problema de alimentar al planeta en el futuro (sin destruirlo) hay que escuchar a todo el mundo… Sin embargo, habitualmente parece que haya que elegir un bando…
La idea es escuchar a todos. Por supuesto, ha habido gente que no ha respondido a nuestra invitación, pero FRUTO nació para dialogar y dar un espacio para que la gente pueda reflexionar y debatir cuestiones en torno a la alimentación y la naturaleza. La idea de nuestras mesas de diálogo era la de confrontar posturas, la de comprender que entre el blanco y el negro, entre posturas divergentes, existe toda una gama de grises. Resulta importante, y especialmente en un momento como el que ahora vive Brasil, tener una ideología definida desde el principio, pero FRUTO es un lugar de diálogo donde las personas de ideas distintas se sientan a la misma mesa para hablar y comprobar si tienen algo en común, si hay un gris más claro o más oscuro…. Las ideologías son importantes en el momento en el que vivimos, pero el radicalismo no debe matar el diálogo. FRUTO se pensó desde el principio como un espacio para hacer evidente lo que tenemos delante y que a veces parece que no percibimos.
Hambre, medio ambiente, clima… Se está investigando mucho en busca de soluciones agrícolas en regiones de clima extremo, tema del que también os habéis ocupado. ¿Qué ejemplos están hoy en día en la vanguardia de estas iniciativas?
Está el tema de la desalinización del agua de mar, comprender que los océanos pueden ser las nuevas haciendas de cultivo También hay oportunidades para el cultivo en desiertos con sistemas de captación de agua de maneras más eficientes. Y las huertas urbanas en ciudades, tanto las tradicionales en las azoteas, etc. como otras apoyadas en “cultivos digitales” que se sirven de tecnología para cultivar en ambientes controlados, con un menor uso de agua y de luz. Cuando tratamos de ecología y de agricultura no hay que pensar sólo en el campo, sino en maneras de traer la agricultura a lo urbano.
Se está hablando mucho, a raíz de vuestro evento, de la llamada “agricultura sintrópica”. ¿De qué se trata exactamente?
Fue creada por Ernst Göstch, agricultor suizo que trabajaba con tecnología de plantas y que vino a vivir a Bahia. Tuvimos el honor de tenerle en la primera edición de FRUTO. Se trata de un sistema de cultivo agroforestal, un método de recuperación del suelo en un corto periodo de tiempo. Se asemeja mucho a un ecosistema natural: hay una cooperación directa entre las plantas, que se plantan a distintos niveles, de tal modo que unas plantas ayudan a las otras y cooperan con ellas. El ecosistema que se crea exige menos energía en general. La gran cuestión es que de forma sintrópica -y no entrópica- las plantas colaboran entre si para su subsistência, y esta tecnica se puede aplicar tanto en grandes espacios (cultivos tradicionales), como también en una escala reducida, como un jardin o una vereda pública.
Parece que todo lo que suene a “ciencia” a “laboratorio” en el mundo de la alimentación provoca miedo y oposición por los defensores de lo natural…
Hay que distinguir entre cuestiones que pueden ayudarnos y cuestiones que no… Tenemos que comprender que la ciencia y el laboratorio pueden ser nuestros aliados. Por ejemplo, en ecosistemas donde no se necesita intervención en la naturaleza, no es tan necesaria la utlización de la ciencia. Pero en lugares donde por cuestiones naturales no se puede cosechar o tener productos básicos, ahí sí la ciencia y la tecnología pueden ayudar. Además, uno de cada dos habitantes del mundo vive en ciudades y la tecnología puede contribuir a que el cultivo en las ciudades, ya sea en un jardín vertical, en una terraza, o en el sótano de un edificio resulte más exitoso que utilizando métodos tradicionales.
Como comentabas antes, en vuestra primera edición, y tras algunos debates, llegasteis a elaborar una lista de “10 semillas” para ser plantadas por todos de cara a que den sus frutos en el futuro dentro del mundo de la alimentación. Una de ellas dice “El productor de alimentos es un aliado y no un villano”. Realmente hemos llegado a asumir que es el enemigo, un ente malvado que trabaja para enriquecerse destruyendo el planeta y nuestra salud… ¿Cómo cambiar esa percepción?
En efecto, el productor debería ser un aliado, y en algunos casos lo es. Una de las soluciones es aproximar el campo, la naturaleza, a lo cotidiano. Los niños y los jóvenes ya no saben qué aspecto tiene un naranjo, de dónde vienen la leche o los tomates. Creen que vienen del supermercado o de una cajita. Dice Carlo Petrini que el acto de elegir los alimentos es un acto político. Elegir una sandía que ya viene cortada en una bandeja cubierta de plástico porque nos facilita las cosas es una manera de reforzar un tipo de producción y de comercio. Elegir un alimento que lleva algo tóxico o transgénico es apoyar al sistema agrícola que ese productor utiliza. Los cambios han de darse por etapas, porque los alimentos orgánicos todavía no resultan tan accesibles como los convencionales, pero hay que conocer las consecuencias de cada elección.
No todo el mundo se puede permitir ciertos productos orgánicos…
Bueno, lo de orgánico no deja de ser una etiqueta, unos requisitos a los que adecuarse para poder llevarla. De lo que se trata es de por qué pueblos que están en mitad de la Amazonia tienen que poner el sello de “orgánico”, “ecológico” o “natural” a un producto que viene de allí. ¿En qué momento de la historia de la humanidad tuvimos que recurrir a la etiqueta de “natural” para productos naturales?
Algo tan importante como la alimentación humana está en manos de corporaciones gigantescas que, por su propio tamaño y condición, persiguen la máxima eficiencia, el mayor beneficio al menor coste, sin escatimar en falta de escrúpulos… ¿Se trata de trabajar contra ellas o con ellas?
Estamos en manos de empresas grandes que imponen unas condiciones y a las que podemos o no elegir. Muchos de los alimentos que se venden en Brasil proceden de pequeños agricultores, pero esos agricultores no son escuchados y son los menos valorados de la cadena en cuestiones económicas, mientras que las grandes marcas llegan a lugares remotos con sus embalajes seductores, cuando son nocivas. Quiero pensar que las grandes empresas están en manos de los consumidores y que estos, en caso de tener las condiciones (de educación, de economía, de acceso) pueden asumir el compromiso de decidir a quién apoyar.
También afirmáis en ese “decálogo” que en el futuro las poblaciones tradicionales serán cada vez más importantes. ¿En qué sentido?
Muchos de los productos que hoy consumimos en todo el mundo llegaron desde América: patatas, tomate, cacao… Y hoy vivimos en un momento en el que lo tradicional supone un elemento de identidad dentro de un mundo globalizado, homogéneo y estandarizado. ¿Cómo distinguirse en medio de esa estandarización universal? Hay tesoros alimentarios tradicionales que esas culturas han conservado. Comemos maíz y patatas en todo el mundo, pero sólo una o dos clases distintas. Sabemos que en manos de estos pueblos hay muchas variedades diferentes. Esas semillas han sobrevivido hasta hoy gracias a las tradiciones de estos pueblos y del conocimiento asociado a ellos, que permite saber como utilizarlos, cómo cocinarlos. Estos pueblos son los guardianes de la diversidad de los cultivos, de la despensa que son los ecosistemas naturales y son también la principal barrera contra la erosión genética causada por la agricultura comercial, que reduce la variedad de alimentos que llega a nuestra casa. Es necesario que la integridad de sus territorios esté garantizada y que sus productos se integren en los sistemas modernos de comercialización para que puedan llegar desde sus lugares hasta la mesa.
Cada vez se hace más énfasis en la importancia de lo “local”, incluso por encima de lo “orgánico” o lo “ecológico”…
Yo apuntaría más a lo ecológico, pero desde luego es importante. Los desechos se producen muchas veces antes de que el producto llegue al consumidor y un producto local puede ayudar a reducir esos desechos tanto en el cultivo como en el transporte, puesto que se necesita menos tiempo, menos esfuerzo y material para producirlo y llevarlo de un lugar a otro. Pero también hay que comprender que por estár más cerca no necesariamente se trata de un producto tradicional, sino que puede ser uno invasivo. Tu propio vecino puede tener un producto transgénico. También lo local obliga a una dieta más restringida y creo que como en todos los aspectos de la vida, hay que buscar un equilibrio. Si no, los pueblos de las montañas nunca comerían pescado…
Hacéis hincapié también en la importancia de la reconexión de la población urbana con el medio natural, con las fuentes de los alimentos… En Brasil tenéis buenos ejemplos, como las llamadas “florestas de bolso”, un proyecto de restauración forestal en ciudades que consiste en replantar pequeños tramos de bosque atlántico en espacios urbanos…
Las florestas de bolso son un proyecto de Ricardo Cardim, paisajista y ecólogo, que utilizamos mucho como ejemplo, pero también destacaría los huertos urbanos, importantísimos para crear un nuevo sentido de comunidad, puesto que son cuidados por todos los vecinos. En esa reconexión también es importante utilizar la comida como algo transversal en la educación de las escuelas. Se puede hablar de matemáticas con una receta, a través de la comida se puede hablar de la historia de las ocupaciones territoriales, se puede enseñar que el acto de comer no sólo consiste en nutrirse…
¿Crees que en el futuro terminará por generalizarse ese cultivo urbano?
Es posible que ocurra. Los huertos urbanos no son solo las verduras que dan, sino también un tramo de tierra donde se puede hacer el compostaje de nuestras sobras y alimentar a las plantas, reduciendo la basura. Todo eso nos hace reconectar literalmente. No es necesario tener cinco o seis macetas en casa, se puede plantar directamente en la calle. Trajimos a FRUTO Ron Finley, un artista y diseñador, considerado un “horticultor de guerrilla”, que hace precisamente eso. En un rincón abierto en un parque se puede plantar una floresta de bolso, una agrofloresta sintrópica, se pueden plantar zanahorias, tomates, melón y naranjas, entre los que se establece una simbiosis y un miniecosistema. Si pensamos en cambio climático, en calentamiento global, también una mini floresta contribuiría de forma positiva.
¿Cuál es o debería ser la responsabilidad de los chefs en todo esto?
Creo que tienen un papel político, porque ellos mueven la cadena de la alimentación. Podrían promover más los productos que vienen de una agricultura ecológica, productos buenos, justos y limpios, y dar más voz a los productores familiares, ecológicos, orgánicos. Pueden concienciar de la importancia de la comida, de cuánto se gastó para que una zanahoria llegase hasta aquí, de qué se puede hacer con las puntas de las verduras además de un caldo. Hay que educar y mostrar que la comida tiene un origen, una huella y una consecuencia. Hay que tratar de tener un menor impacto, repensar la utilización de los productos, tratar de crear menos desperdicios y aprovechar más las cosas. En la edición de 2019 de FRUTO trajimos a Douglas McMaster, que tiene un restaurante “zero waste” en Brighton y está incluso produciendo sus propios vasos a partir de botellas de vino que reduce a arena de la que obtiene su propio vidrio. Es algo genial. ¿Por qué comprar cada vez más si puedes volver a hacer productos con tu basura? Él dice que el desperdicio, en el fondo, es un fallo de la imaginación. En definitiva, los chefs pueden decirnos qué y cómo comprar, qué servir y cuáles son las consecuencias de nuestras elecciones.
Entrevista hecha por Raúl Nagore