Al escritor, periodista e historiador Martin Caparrós no le gustan los clubes, ni creer a pies juntillas en las bondades de etiquetas como “orgánico” o “local”, y cultiva un escepticismo que se refleja en sus escritos y sus opiniones, a menudo a contracorriente. Colaborador asiduo del diario El País, ha escrito, entre otras, las novelas La patria capicúa, Valfierno (Premio Planeta argentino), A quien corresponda, Los Living (Premio Herralde) o Comí. Su interés por la gastronomía le llevó a escribir el libro Entre dientes (Crónicas comilonas). En el ensayo El hambre aborda este problema en países tan diversos como India, Bangladesh, Níger, Kenia, Sudán, Madagascar, Argentina, Estados Unidos o España.
Entrevista de Raúl Nagore
Dos de tus últimos libros, Entre dientes (subtitulado “Crónicas comilonas”) y El hambre abordan el tema de la comida desde dos puntos de vista completamente distintos. ¿Cómo hacer compatible la propia condición de gourmet (o gourmand) con la conciencia de que en el mundo hay gente que se sigue muriendo de hambre? ¿El hedonismo con la vergüenza?
Parte de la respuesta está en la diferencia entre gourmet y gourmand. Un gourmand es un glotón, un acumulador compulsivo de comida, allí donde un gourmet es alguien que se interesa mucho por lo que come. ¿Es posible interesarse mucho por la comida sin tener la sensación de que uno acumula eso que otros necesitan? ¿Sin tener la sensación de que, dicho de una forma dramática e ingenua, le saca la comida de la boca a otros? ¿Es posible pensar que el hecho de que a uno le interese la comida no le impide hacer lo que pueda para tratar de que otros, que no tienen suficiente, empiecen a tenerlo? Quizá se pueda, quizá no. Me lo pregunto mucho. En cualquier caso, la culpa siempre me pareció la respuesta más inútil, más cobarde. Intento –no sé con cuánto éxito– evitarla.
Parece que en los dos extremos del planeta encontramos, por una parte, aquellas personas que pasan hambre y que básicamente no pueden pensar en otra cosa que no sea averiguar cómo van a comer mañana, y por otra, aquellos individuos de sociedades ricas para quienes las elecciones y actos relacionados con la comida (orgánico / no orgánico, local / no local, vegano / omnívoro, etc.) se han convertido casi en una religión, con sus mandamientos y sus pecados y su sentimiento de pertenencia a un club o tribu que excluye a los demás…
Antes que nada me viene a la cabeza la frase inmortal de Marx, uno de mis lemas, que decía que nunca pertenecería a un club que lo aceptara como socio. Cualquier club es nocivo por todo lo que supone de reglas y exclusiones, y si ese club se dice dirigido por un dios y constituye religión, tanto peor. Y más aún si ese club supone ciertas definiciones políticas, como por ejemplo el consumo de comida “orgánica”. A mí me encanta un buen tomate plantado a mano y cuidado con todos los cuidados, pero tengo claro que pagar esos tomates es un privilegio para pocos y que, además, si sólo se cultivara así, lo producido alcanzaría para menos todavía. O sea que el consumo orgánico es particularmente egoísta: yo, porque yo puedo, yo porque yo y a los otros que los zurzan. Y el tema de lo local es otro negocio del que habría que hablar un rato largo, lleno de medias verdades e hipocresías completas. Aún si alguna vez quisiera pertenecer a algún club, cosa que dudo, seguro que no sería a esos. Y, en cualquier caso, pocas cosas me parecen más placenteras que la comida, y pocas cosas me interesan menos que hacer de la comida el centro de mi vida.
Al comienzo del libro El hambre escribes: “Las palabras «millones-de-personas-pasan-hambre» deberían significar algo, causar algo, producir ciertas reacciones. Pero, en general, las palabras ya no hacen esas cosas. Algo pasaría, quizá, si pudiéramos devolverles sentido a las palabras”. ¿Cómo podríamos lograrlo? ¿Cómo hacer llegar el verdadero significado de la palabra “hambre” en toda su profundidad?
Mostrando cómo es, explicando por qué sucede. O, por lo menos, intentándolo. Y, por supuesto, aceptando que siempre habrá personas que sepan no escuchar. Pero confiando en que habrá algunas que sí, y que tratarán de hacer algo con lo que escuchan. Por lo menos, devolverle cierto sentido a las palabras.
Otra palabra que ha ido adquiriendo nuevos matices es “malnutrición”. Hoy en los países ricos los “malnutridos” están obesos. Son los pobres quienes están gordos…
Sí, es el curioso efecto de estas sociedades de la abundancia. Abundancia de porquerías, en muchos casos, que hace que los más pobres de las sociedades más ricas no se enfrenten con la estricta falta de comida sino con la existencia de una comida que les arruina los cuerpos, que los llena de materia nociva –y los transforma en obesos. Suelo decirlo: la obesidad es la malnutrición de los países ricos, allí donde el hambre es la malnutrición de los países pobres. No son, como podría pensarse, fenómenos opuestos: son la expresión de lo mismo en sociedades diferentes.
Ryszard Kapuściński escribió en Ébano que “La gente pasa hambre no porque en el mundo falte comida. La hay, y mucha, de sobra. Pero entre los que quieren comer y los almacenes llenos se levanta un obstáculo muy alto: el juego político”. ¿Estás de acuerdo?
Estoy casi de acuerdo, sólo que agregaría que ese juego político es el reflejo y el instrumento necesario de un orden económico. Lo básico para que haya hambre en un mundo donde sobra comida no es que haya políticos perversos que no quieran alimentar a sus ciudadanos; es que hay intereses económicos que hacen que esa comida se concentre en los mercados ricos, donde van a ganar más dinero con ella –y hay, por supuesto, políticos que sostienen y perfeccionan ese mecanismo.
En cualquier caso, las soluciones que suelen plantearse para el hambre en el mundo son de lo más variadas últimamente. Entre otras, la reducción de desechos y alimentos que se tiran a la basura o la tecnología, con los GMO, las impresoras 3D y la carne creada en laboratorios…
La reducción del despilfarro de alimentos está muy bien, es necesaria: da vergüenza seguir tirando tanta comida. Y puede ayudar a alimentar un poco mejor a los más pobres de las sociedades más ricas, donde se produce ese despilfarro. Pero no va a cambiar casi nada en la situación de la mayoría de los hambrientos que viven en los países más pobres de África y Asia, donde esos alimentos de todas formas no van a llegar. En cuanto a los cambios tecnológicos en la producción de alimentos, sí tengo la esperanza de que, con el tiempo, cambien algo en su distribución. Pero para eso sería necesario evitar el “efecto Monsanto”: que las nuevas tecnologías alimentarias no sirvan para engordar a dos o tres corporaciones, sino para alimentar a los cientos de millones que lo necesitan. Para eso los estados deberían intervenir desde ya, hacerse cargo de esas investigaciones –como por ejemplo en el tema de la “carne cultivada”–, para evitar que sus resultados terminen siendo propiedad privada de unos inversores.
Hasta hace relativamente poco tiempo, los restaurantes parecían pertenecer a dos categorías: los que aspiraban a “llenar el estómago” sin demasiadas contemplaciones,y los que más bien buscaban cosquillear el paladar. Pero en los últimos tiempos ha aparecido también la palabra “experiencia”. Ya no se trata sólo de comer, por placer o por hambre, sino de generar vivencias y recuerdos, casi de visitar países desconocidos…
Supongo que tiene que ver con la difusión de cantidad de técnicas y materias primas, que hace que cada vez sea más fácil ofrecer platos de una cierta calidad –y, lamentablemente, cada vez más parecidos. Así que, a igualdad de comidas, hay que proponer algo más: las “experiencias”, por ejemplo. A propósito: estoy muy sorprendido de que nadie –que yo sepa– haya adaptado, en Occidente, la vieja costumbre de comer con las manos. Cuando un indio te la vende puede sonar tan atractiva que es raro que nadie por aquí haya pensado en vendérnosla. Además, tiene todos los ingredientes necesarios: un retorno a lo natural, a lo primario, mezclado con una reivindicación del cuerpo y lo sensorial, y cierto costado “divertido”. A veces pienso que será la próxima gran cosa. Se aceptan apuestas.
Parece que el ego y la imagen que queremos proyectar al exterior están también últimamente muy ligados a nuestras elecciones en torno al mundo de la comida…
Te digo qué como y me dirás quién soy –o algo así. Comemos, en buena parte, para mostrar que comemos, qué comemos: queremos que nos perciban como personas que saben de eso, que saben dónde está lo correcto, que saben gozar de la vida. Entonces la comida sirve como reafirmación, y difundimos nuestras –menguadas– hazañas gastronómicas a través de las redes sociales. La comida, lo más efímero, se ha transformado en algo conservable por medio de las fotos y los posteos. Hemos pasado de comer para el placer íntimo e inmediato a comer para el dizque placer exhibicionista y diferido.
También has escrito que la comida se ha convertido en un símbolo, hasta tal punto que “ya no necesitamos comerla: alcanza con mirarla, comentarla, simular entenderla” y que “ha entrado en la lógica del espectáculo o de la masturbación”. Suena a impostura…
No, es una función agregada. Ya no queremos hacer nada en privado, sin que otros se enteren: vivir para contarla, decía un viejo premio Nobel. La comida no quedó fuera de esa ola. Y, además, se transformó en un objeto de consumo que no necesita ser comido para ser consumido: ése es el gran cambio contemporáneo. Hay un límite en la cantidad de personas que pueden ir a un restorán, un límite en la cantidad de comida que una persona puede comer; hay muchos menos límites en la cantidad de personas que pueden pasarse horas y horas mirando comida en la televisión, leyéndola en revistas.
Estuviste al frente de una publicación gastronómica y has sido también crítico. ¿Cómo abordarías si tuvieses esa responsabilidad estos tiempos de cocina de “código abierto” en los que las nuevas aportaciones de los chefs, de la industria alimentaria, la ciencia y la tecnología están convirtiendo el ritual gastronómico en algo nuevo?
¿Cuál sería esa cocina de código abierto? ¿Qué sería ese algo nuevo? ¿Buscar formas nuevas de dar de comer? Creo que es lo que vienen haciendo los restoranes desde que existen: alguien busca algo nuevo, otros lo imitan, se difunde, llega a las fondas y los hogares, otro busca algo nuevo, otros lo imitan, se difunde, llega, otro busca, otros lo imitan…