Se llama Zita. Y las manos de Zita, que habrán elaborado y cocinado millones de tagliatelle, siguen conservando ese gesto cuidadoso cuando coloca las tiras de pasta fresca en el mismo tendedero donde hace unas horas revitalizaba mudas. Zita mezcla, estira, corta la suma de tres ingredientes generosos de andar por casa: harina, huevos, aceite. En ese orden. Desde hace más de 70 años.
A Zita no la conoces. La he visto solo en una ocasión, cuando su nieta me envió una fotografía en la que una mujer de pelo cano, pequeña y sonriente tiende y atiende la pasta que protagonizará la mesa familiar como tantas otras veces. Nunca probarás la pasta fresca de Zita. Yo tampoco. Y es una putada.
Se le está olvidando cómo hacer su pasta -y en ese posesivo, claro, habitamos todos-. “Pregúntale”, le digo a su nieta, Marina. “Pregúntale para que recordemos”. Y la mujer, sentada en un jardín de la Pianura Padana, llega a mencionar los inviernos y la pasta recién hecha en la mesa, pero es su hija quien finalmente confirma la receta.
Zita olvida. Marina invoca.
“Es importante aprender a nombrar y reconocer para conservar y cuidar”, escribe la veterinaria y poeta cordobesa María Sánchez en Tierra de mujeres. De ahí la relevancia de que alrededor de la gastronomía siempre merodee la palabra. La palabra escrita, la palabra dicha, la palabra oída que consigue que algo se nombre y exista y nos pertenezca. La palabra que tantas veces ha obviado a la mujer. Porque para hacer desaparecer algo, pensaban, bastaba con el silencio.
Y pasan los siglos.
«De ahí la relevancia de que alrededor de la gastronomía siempre merodee la palabra. (…) La palabra que tantas veces ha obviado a la mujer. Porque para hacer desaparecer algo, pensaban, bastaba con el silencio».
En Interior, un cuadro de 1909 del artista catalán José Nogué y Massó, una anciana rebana una hogaza de pan en su regazo mientras mira directamente al espectador. No acaba de culminar una sonrisa en su boca. Me recuerda a Zita en su fotografía. Se trata de una escena doméstica. Tras ella, en la misma cocina humilde, una mujer más joven -probablemente su hija, comparten nariz- y una niña colocan la mesa. La mayor extiende con celo un mantel blanco. En las manos de la menor esperan diligentes a ser dispuestos los platos y los vasos.
La niña, como su abuela, mira al artista que se ha decidido a retratar una rutina que probablemente le sea tan ajena como a un gato su sombra, natural pero insólita. Leo la descripción de la obra en la web del Museo Del Prado. Es de Carlos Reyero: “Se plantean dos relatos inconexos”, comenta, “aunque ambos banales e intrascendentes, que nos revelan la ruina familiar”.
Ruina familiar. Banal. Intrascendente.
No seré yo quien desdiga a un Catedrático de Historia del Arte. Sin embargo, en Interior veo: manos llenas, manos serviles, manos sabias que enseñan y se expanden en tres pieles; veo: ropa limpia, pañuelos bordados con esmero de orfebre, un mantel blanquísimo que sostendrá un orgullo -y el pan que no falta-; veo: fatiga y resignación y dignidad y el destello de una idea temprana; veo: una cadena engrasada que sigue girando aunque el pintor ya se haya marchado y que atraviesa las puertas y las ventanas y la tierra y que une a todas las mujeres que son, que hacen, que esperan y que durante mucho tiempo nadie se ha molestado en mirar.
«Nos corresponde traspasar el umbral del silencio y utilizar la palabra para nombrar lo femenino, para articular lo inarticulado. Para apoderarnos de nuestra propia narrativa».
Y pasan los siglos.
“¿Cómo comenzar a escribir sobre lo nuestro si nos han enseñado a no darle nunca importancia? (…) ¿Cómo aprender a mirar en las fisuras?”, se pregunta María Sánchez: “Nos toca contar. No dejar que nos quiten la voz y que vengan otros una vez más a contarnos. Nos toca señalar, hacer ver, cambiar la luz de la postal para que el espectador no se quede en lo de siempre, para que el que observa no nos ficcionalice de nuevo”.
La narrativa materializa la gastronomía. La gastronomía encuentra en la narrativa el tiempo. Así, el hecho efímero permanece y se convierte en cuento y en herencia, en saber compartido. En cuadro de Nogué y Masso. En libro de María Sánchez. En foto de Zita tendiendo pasta. En mujeres que por fin serán recordadas como hacedoras, como creadoras de conocimiento. ¿Es que las mujeres no pueden apropiarse del conocimiento?
Nos corresponde traspasar el umbral del silencio y utilizar la palabra para nombrar lo femenino, para articular lo inarticulado. Para apoderarnos de nuestra propia narrativa. Las mujeres en la gastronomía aún no han salido de su noche, pero “en la umbría también crecen especies fuertes”, escribe María, “y que no sepamos verlas no significa que no estén ahí”.
Lakshmi Aguirre es escritora gastronómica. Colabora con medios como Bon Viveur, El Comidista, Condé Nast Traveler y Guía Repsol. Es profesora en el máster de Comunicación y Periodismo Gastronómico The Foodie Studies y del Basque Culinary Center. Realiza labores de edición en la editorial gastronómica Col & Col y forma parte del equipo de comunicación de Diálogos de Cocina.