«Sin incomodidades e incomprensión no hay creatividad ni entendimiento posible, ni en la cocina ni fuera de ella».

Por Uxue Alberdi

Egun on denoi, y gracias por la invitación, Andoni y Sasha. Gracias también por poner los medios para poder realizar esta conferencia en euskera. Gracias también a Mariela Barkero, la pieza más importante de aquí. Tú eres la placa que se coloca sobre las cocinas de inducción para calentar los viejos pucheros de aluminio, cerámica y barro. Y es que cuando hablas en una lengua minoritaria, el establishment da por hecho que eres una olla obsoleta, y a falta de intérpretes, de placas adaptativas, la cocina inductiva ni siquiera percibe tu presencia. Habrá quien de ello deduzca que tu puchero no es capaz de calentar nada, que es anticuado y deshechable, o que lo idealice y esencialice y diga que los calamares en tinta solo se pueden cocinar así: en cazuela de tierra y con una receta milenaria. Al fin y al cabo, ambos te convierten en una pieza de museo, y yo quisiera hablaros hoy desde una lengua viva. Espero que las ondas magnéticas lleguen hasta vosotros.

Leí a un escritor amigo del que os hablaré más adelante que en las películas, cuando el personaje cambia a un idioma que no sea el inglés, los subtítulos entran en una especie de limbo en ocho de cada diez casos. La traducción queda suspendida, condenando a todos los que no sabemos esas lenguas a no entender las palabras del personaje. Nos obligan a interpretar el texto según el contexto; no hay traducción, el oyente pierde algo en el camino. La «máquina de subtítulos» se atasca de repente, el subtitulador de la pantalla se justifica con una advertencia generalista y restrictiva de «habla en su idioma» o «habla chino», como un dispositivo averiado del que se ha colgado un «out of order» o «no funciona, perdonen las molestias». ¿A qué se debe la interrupción de la traducción? ¿Acaso no merece atención lo que dice ese personaje? ¿O es que se quiere convertir el propio lenguaje en un mensaje, subestimando el significado? ¿Para qué se traducen lenguas minorizadas?

Os habréis dado cuenta de que en esta jornada soy la única oradora con intérprete. Hablo en mi idioma, hablo chino. Soy una extraña en mi país, en el pueblo del euskera. Menos mal que la máquina de los subtítulos funciona, y es de agradecer.

No sé si sabéis que durante el franquismo, en las imprentas vascas, cobraban más caros los libros si eran traducidos. En Euskal Herria las imprentas aplicaban el canon de lengua extranjera también al euskera. Sólo había una excepción: la editorial Itxaropena de Zarautz, que facturaba los libros de euskera al mismo precio que los de castellano. Era la única imprenta que no trataba el euskera como algo extraño.

Evidentemente, ahora no estamos en el franquismo, las cosas son más fáciles para el euskera, pero aquí me tenéis, en un center de nombre inglés, traducida al español universal, la autóctona exótica bárbara atávica: ¡Jau!

En la página web de la jornada, para tranquilizar al tolerante oyente global, se indica por si acaso: todo podrá escucharse en castellano, incluso la charla dictada por ponentes de habla euskera, gracias a sistemas de traducción simultánea. De Andoni Aduriz aprendí que la comida no tiene por qué ser dulce ni por qué ser buena. Dependerá del objetivo. El que cocina para saciar al hambriento no cocina como el que cocina para deleitarse, y el que cocina como arte tendrá en cuenta algo más que el mero placer.

¿Cómo se escribe con hambre? ¿Es lo mismo escribir para una sociedad saciada que escribir para una comunidad hambrienta? La cuestión puede ser aún peor: a veces, las escritoras en lenguas no hegemónicas escribimos para una comunidad que no quiere comer, una comunidad anoréxica. Pero ya se sabe que la anorexia no es un capricho. Quien no quiere comer, ¿por qué no quiere comer? ¿Reacción a qué tipo de violencia supone perder el apetito?

«Quien no quiere comer, ¿por qué no quiere comer? ¿Reacción a qué tipo de violencia supone perder el apetito?».

Quizá la cocina, como cualquier otra disciplina creativa, tenga que tener sentido. ¿Y qué es el sentido? Un punto de partida, una dirección, una lógica intrínseca, un punto de gravitación. A mí me gusta utilizar el ejemplo de los dos ejes de la máquina de coser. Mi madre (la habréis visto en la entrada vendiendo libros detrás de una mesa), además de librera, es bordadora. De ella aprendí que la máquina de bordar funciona combinando hilos de dos ejes: por un lado está el hilo que viene por debajo, el hilo guía, normalmente blanco, y por otro lado el hilo que viene por el eje superior, de color, que formará la imagen visible. El resultado que veremos será el dibujado por el hilo superior, pero sin el hilo inferior la maquina bordadora no funciona. Tampoco funciona la escritora sin un hilo subyacente. ¿Qué es lo que ata a esa escritora a la silla durante horas y horas? ¿Qué heridas? ¿Qué carencias? ¿Qué curiosidades?

¿Cuál es el hilo guía de una cocinera?

En el prólogo del libro Mugaritz Puntos de fuga, Alex Atala dice: «Mugaritz no es un restaurante, sino un lugar donde se valora el significado de lo placentero, en el que la provocación y la incomprensión forman parte de nuestra idea de» comer bien «». Me voy a permitir hacer lo mismo en esta conferencia: «Cuestionar el significado de lo delicioso, aceptando que la provocación y la incomprensión forman parte del buen comer». Provocación e incomprensión. Ambos generan incomodidad. Yo tampoco seré dulce hoy, comeré con hambre, seré provocadora y tendréis que lidiar con la posible incomodidad y la incomprensión que genere la interpretación.

¿Conocéis aquella historia sobre Kafka? Harkaitz Cano la recogió en el relato «Momentos estelares de la silla».

En 1909, el carpintero de la calle Ramdice de Praga estaba intentando unir la pata de una mesa a la tabla; sostenía un par de clavos entre los dientes y el martillo en la mano. Entonces apareció un hombre arrastrando una silla. El carpintero se quitó los clavos de la boca, se sacudió la viruta del delantal y esperó, sin llegar a entender qué avería o qué tacha tenía la silla que traía de vuelta el cliente.

– Buenas tardes, Jaroslav.

– Buenas tardes.

– Soy Franz, no sé si te acuerdas…

– Sí, el hijo de Hermann Kafka, ¿no?

– El mismo.

-Y… ¿Qué querías…? Llevaste cinco sillas hace poco, ¿verdad?

– Las de la sala están bien, pero esta quinta la necesito para trabajar.

– ¿No es cómoda?

– Es demasiado cómoda. Ese es el problema.

-Demasiado cómoda, señor Kafka?

– ¿Recuerdas la vieja silla que te traje como modelo? Te dije que hicieras una idéntica. Y esta no es como aquella.

– La he hecho igual, señor… Solo que… tenía una muesca en el respaldo y esta nueva la pulí…

– Esa muesca era precisamente el elemento más importante de la silla, Jaroslav.

Y entonces Kafka le explicó al carpintero que precisaba de aquella silla para trabajar, que que la necesitaba con la molestia de la muesca para sacar lo mejor de sí mismo, ya que si estaba perfectamente cómodo no podía escribir bien. Y a ver cómo iba a escribir América, Metamorfosis, El Castillo y todas aquellas historias kafkianas que tenía en la cabeza si la silla no le hacía un poco de daño en la espalda.

– Esa lacerante muesca es importante para mí, Jaroslav. Es como si alguien me amenazara constantemente con una pistola. Y sólo así puedo escribir bien, como yo sé.

Jaroslav no le comprendió, pero el cortante resplandor que atravesaba la mirada de Kafka le convenció.

Quizá Franz tendría que haberle dicho al carpintero que sabía que aquella pistola no estaba cargada, y que saberlo le ayudaba a soportar el dolor y a sentirse tan poderoso como cualquier dios.

Así es: sin incomodidades e incomprensión no hay creatividad ni entendimiento posible, ni en la cocina ni fuera de ella. De vez en cuando, no estaría mal que todos sintiéramos a la espalda una pistola que no estuviera cargada. (Pausa) Pero esto no se puede decir en euskera. ¡Cómo puede decir algo así una vasca! El mero hecho de mencionar la palabra pistola debería avergonzarme.

Así es: sin incomodidades e incomprensión no hay creatividad ni entendimiento posible, ni en la cocina ni fuera de ella».

Esto me trae a la memoria una anécdota del propio Harkaitz Cano:

Era el 2008 cuando viajó a Granada con un libro bajo el brazo. Se trataba de una colección de poemas escritos en euskera y traducidos al castellano por el propio escritor. A petición del público, leyó varios poemas en ambas lenguas, primero en euskera y luego en castellano. Al final del acto, una simpática mujer se acercó a decirle lo mucho que le había gustado la música del euskera. Le dijo que, a sus cincuenta años, era la primera vez que escuchaba el euskera de primera mano. «Creía que era un idioma más violento» le confesó a Harkaitz Cano, mientras pronunciaba el fatal adjetivo. Como la mujer no solo era amable, sino que además no era estúpida, se apresuró a justificarse: «Lo que quería decir es que creía que se parecía más al alemán».

Tales son las cargas y estigmas que la ciudadanía inconsciente puede añadir a la lengua que, si pusiéramos en marcha la máquina de los subtítulos, seguro que leeríamos esto: «El ladrido alemán más violento de las películas nazis es la lengua oficial del holocausto, y el euskera, que sólo he oído en las películas de etarras de ficción y en los gritos y clamores de los manifestantes groseros, no le anda lejos».

O violentos o exóticos. No tenemos otra opción. Menos mal que he leído en el libro de Mugaritz que el objetivo de Andoni Luis Aduriz no es solo «el arte de cocinar, sublimar y servir, sino el arte de transformar». «Los comensales deben sentir libertad para descubrir, para saborear, para sorprender e incluso para indignarse». Indignar. Indignar se dice ‘sutu’ en euskera, ‘suak hartu’ (literalmente, coger fuego). No sé si habéis visto el video viral La belleza del euskera. Empieza así: «Vengo a demostraros que el euskera es el idioma más bonito que existe. Por ejemplo, no decimos ‘parir’, decimos ‘erditu’, que es algo así como dividirse en dos. No existe el ‘este’, existe el ‘ekialde’, que es como ‘el lado del sol’. No existe el mes de ‘febrero’, existe ‘otsaila’, que es como el mes de los lobos. En euskera no decimos ‘querido’, decimos ‘laztana’, que es algo así como caricia. En euskera no decimos ‘luna’, decimos ‘ilargi’, que se traduce como ‘luz de los muertos’. En euskera no decimos ‘enamorado’, decimos ‘maiteminduta’, que sería algo así como ‘herido por el amor’, and i think that’s beautiful”.

En euskera no decimos indignar, decimos “sutu”. A veces estamos quemadas and sometimes we are on fire. No es agradable ver tu lengua relegada a un rincón. Darte cuenta de que eres un exotismo del menú escrito íntegramente en castellano: marmitako de la abuela, begihaundi a la plancha, kokotxas de merluza al pil-pil, porrusalda con bacalao, bonito con piperrada, goxua con melocotón, mamia de foie con mango y cacahuete, habas txikis guisadas, diálogos de cocina «txiki».

El monolingüismo puede causar graves daños en el cerebro humano, sobre todo cuando el monolingüismo es de una lengua hegemónica. Todo, absolutamente todo, te puede llevar a mirar y medir desde tu escala única, y como cantara Maialen Lujanbio, «Quien crea que ya sabe, no puede saber más». A ella le oí relatar la siguiente anécdota: iba en tren a París, cuando uno de los pasajeros del vagón, que en este caso era español – me atrevo a decir que era un español monolingüe- le dijo a su compañero de asiento: «Que al pan le digan pain, bueno; que al vino le digan vin, pase; pero que al queso, que se ve que es queso, le digan fromage

Cuando nuestro trabajo literario nos lleva fuera de Euskal Herria, no es nada inusual tener que escuchar la típica pregunta de periodistas, lectores, catedráticas u otros escritores: «¿Por qué escribes en euskera?» La última vez fue la semana pasada en León, en una conversación con el escritor granadino Juarma. El presentador inició así la conversación entre ambos: «Ambos autores escriben en su lengua vernácula. Juarma por razones evidentes, lo hace en castellano. En el caso de Uxue, nos gustaría conocer los motivos que le llevan a utilizar el euskera como lengua en sus obras”. Porque al queso, que se ve que es queso, le digan fromage

«–¿Tú por qué escribes en euskera?». En su libro Vidas y otras dudas, Andu Lertxundi escribió que esta es la pregunta de alguien irrespetuoso que sólo mira desde una lengua hegemónica y que cree que su lengua es más digna que la tuya. Las personas que escribimos en lenguas no hegemónicas no conocemos la calma lingüística. Si, como yo, tienes un padre lingüista, menos aún. La escritora y bertsolari Miren Amuriza hacía referencia a la “orientación lingüística” en la presentación de la traducción al castellano de su novela Basa. Considerar evidente la elección lingüística de un escritor granadino y preguntar a una escritora euskaldun «¿y tú por qué escribes en euskera?», es como preguntar a alguien «¿y tú por qué eres homosexual?», o como preguntar a una persona india «¿y tú por qué comes con la mano?». Es naturalizar la heterosexualidad, los cubiertos de mesa y el castellano, es convertirlos en norma. Porque a la persona heterosexual nunca se le pregunta por sus motivos, como si careciera de orientación. «Juarma es hetero por motivos evidentes, pero tú, Uxue, ¿por qué eres bollera?». Esa pregunta solo la puede hacer una cabeza que considere normal la heteronorma. Las personas que escribimos en lenguas minorizadas estamos obligadas a salir del armario una y otra vez, y ya sabéis lo que ocurre: cuando sales del armario la forma en que expresas tu identidad se considera exagerada, excesiva y radical. “Está bien ser bollera, pero ¿hace falta que parezcas una camionera?”; “Está muy bien que seas vasca, pero ¿no puedes hablar en el idioma que todos entendamos?”. La persona vascoparlante que quiere trabajar y vivir en euskera incomoda porque nuestra pluma pone de manifiesto la opresión que generan la lengua y los hablantes hegemónicos.

La escritora Chimamanda Ngozi Adichi lo llamó «El peligro de la historia única». La autora relató la sorpresa que ella causó a una compañera de clase cuando se mudó de Nigeria a una universidad estadounidense a los 19 años. Su colega le preguntó dónde había aprendido tan buen inglés, y Adichi la dejó muy confundida cuando le dijo que el inglés era el idioma oficial de Nigeria. En otra ocasión, su compañera de piso le preguntó si podía escuchar la música tribal de Adichie, y le disgustó que le pusiera el casete de Mariah Carey. Incluso pensaba que Adichie no sabría encender la calefacción o usar el microondas. En realidad, había construido su imagen por omisión. Sólo conocía una historia sobre África. Todo lo que no fuera la historia de la pobreza y el hambre le era invisible.

Como cuando a los bertsolaris finalistas del campeonato de Euskal Herria les preguntó aquel político responsable: «¿Y vosotros cuándo improvisáis, lo hacéis mientras cosecháis la patata?». Bertsolari-aizkolari-pelotari, imaginaba a los vascos sujetos a lo rural, trabajando la tierra, con barro en las uñas. Era la única historia que conocía de los vascos. O como cuando Alaia Martín y yo, siendo veintiañeras fuimos a Chillida Leku a improvisar una sesión de bertsos y uno de sus responsables nos preguntó: «¿Qué sois, las azafatas?». Le traicionó  la única historia que conocía sobre las chicas jóvenes.

Las y los creadores en lenguas minorizadas estamos lejos de ser una vieja olla de barro, como lo estamos las mujeres de ser un recipiente o un horno, pero las raíces de la invisibilidad y la exclusión saben ser tan profundas como sofisticadas y dejan huella independientemente de que uno se dé cuenta o no.

Así las cosas, ¿hasta qué punto el estado de la lengua afecta a quien escribe? ¿Qué significaría para los escritores de lengua hegemónica escribir en una lengua que vive con el miedo a desaparecer?

Anjel Lertxundi llevó esta preocupación a la práctica en 2016 y reunió el resultado en el libro Demagun. Pidió a seis personas escritoras y traductoras que se pusieran en la piel de quien escribe en una lengua minorizada, les propuso cambiar su silla habitual. A cambio les dio una como la de Kafka, con una muesca en la espalda hasta entonces desconocida para ellos. Lertxundi quería saber si era posible que personas conocidas de lenguas hegemónicas se acercaran a esa extrañeza, a esa extrañeza que nosotros sentimos continuamente. Les pidió que se pusieran en nuestra piel y reflexionaran.

En el epílogo de Demagun titulado Confesiones de un agente doble  que escribió Harkaitz Cano, decía que «lo más difícil de escribir en una lengua de escasa difusión no es la posible falta de tradición o la dificultad añadida de encontrar le mot juste, sino la necesidad de recrear en la ficción territorios y ambientes que realmente no han sido adquiridos por el músculo de la propia lengua, la ficción de imaginar que existe un registro o un ambiente lingüístico. Escribir un simulacro y hacer funcionar ese simulacro en la ficción». El autor explica que «nuestros juzgados, aeropuertos, muchos de los centros sanitarios, casi todos los hoteles, son lugares impracticables para el euskera. Life vest under your seat nunca ha sido traducido al euskera y escrito en el respaldo del asiento de un Airbus. ‘¿Ha consumido usted algo del minibar?’ Tampoco.” Es en esos momentos cuando más envidia sentimos de las lenguas hegemónicas. Como esas frases no las ha hecho existir nadie en la realidad en euskera, es más difícil situarlas en la ficción. “Fumar Mata” es una frase que una persona euskaldún nunca leerá en un paquete de tabaco. Este es el papel de quien escribe en una lenguas minorizada: la doble ficción.

En la novela Jenisjoplin la protagonista Nagore Vargas (un personaje que se considera medio vasca medio maqueta) dialoga con un padre tabernero-sindicalista-vividor que no sabe euskera. Doble ficción. En la novela los policías hablan euskera. Doble ficción. Los médicos hablan euskera. Si no es que tienes mucha suerte…, doble ficción. En mi último libro, Dendaostekoak, las narradoras son dos dependientas que hablan mal en euskera por razones históricas y políticas. También ahí tuve que valerme de una doble ficción, porque el euskera no puede soportar un libro lleno de «errores», nuestra lengua no tiene suficiente músculo, suficiente autoridad, como para jugar a romperla. Escribir en euskera es casi siempre un ejercicio de traducción de la realidad.

Y muchas veces envidiamos los juegos que se pueden permitir las escritoras de lenguas hegemónicas, como hace Andrea Abreu en Panza de burro, donde sitúa a dos adolescentes de un pueblo pobre del norte de Tenerife hablando «mal» según la norma. Su libro está escrito como hablan los tinerfeños de clase modesta.

En las faldas de un vulcán, las hijas de los trabajadores de la costrusió, llaman foquin bich a la abuela, estregándose el pepe contra el sofá.

Sobre ese libro se dice que es «un canto a la libertad del lenguaje», pero algunas libertades sólo nos son posibles desde determinadas posiciones. “¡Esto no lo podríamos hacer en euskera!” -gritaba sin cesar mi cerebro a medida que lo leía. Y es que las personas escritoras de lenguas no hegemónicas, lo queramos o no, inevitablemente, nos convertimos no solo en cocineras del idioma, sino también en guardianes de la lengua, en defensoras de la lengua, en padres y madres y, en el peor de los casos, incluso en policías de la lengua, y eso obstaculiza la transgresión. Pero sin la fijación de una norma no se puede infringirla, ¡eso no sería transgresión, sería el caos!

Pero esta escritora de una lengua minorizada aplaude y le hace la ola a la adolescente de Tenerife que responde a una niña madrileña rubia que le dice que la guagua es el autobús: «La guagua es la guagua».

Que al autobús, que se ve que es un autobús, le llamen guagua…

Por darle la vuelta al tema, finalizaré mi intervención con un fragmento de la premio Nobel Olga Tokarczuk. En su texto “La lengua es el músculo más fuerte del ser humano”, Tokarczuk, que es polaca, se compadece de los y las hablantes de lenguas hegemónicas:

Existen países en los que la gente habla inglés. Pero no lo hablan como nosotros, que tenemos nuestra lengua propia, escondida en neceseres y equipajes de mano, y usamos  el inglés sólo cuando estamos de viaje, en países extraños y con gentes extrañas. Resulta difícil imaginarlo, pero el inglés ¡es su verdadera lengua! A menudo la única. No tienen adónde volver ni a qué recurrir en los momentos de zozobra.

¡Cómo de perdidos deben de sentirse en un mundo en que todo manual de instrucciones, cada palabra de la canción más tonta, el menú de cualquier restaurante, la correspondencia comercial más fútil, incluso los botones de un ascensor, están en su lengua privada! En cualquier momento pueden ser entendidos por cualquiera al abrir la boca, y sus notas, tendrían que cifrarlas. Se encuentren donde se encuentren, son accesibles siempre, para todos y por todo. Existen ya planes, según he oído, para protegerlos, para concederles incluso una lengua minoritaria, una de esas lenguas muertas que nadie necesita, para que tengan algo propio, solo para ellos.

Umberto Eco decía que la lengua común de Europa no era el inglés, sino la traducción en sí, el traducere: el moverse de lugar, el trasladar palabras, experiencias y puntos de vista. Para que el traducere funcione, sin embargo, todos tenemos que movernos de sitio.

En euskera, queso se dice gazta. Eta gazta, gazta da.

Gracias a tod@s.

* Transcripción de la conferencia que Uxue Alberdi ofreció en la edición Txiki de Diálogos de Cocina. El vídeo puede verse aquí.

Uxue Alberdi (Elgoibar, Guipúzcoa, 1984) es escritora y bertsolari licenciada en Periodismo. En 2003 ganó el Bertso Paper Lehiaketa Julene Azpeitia de Durango. Después llegarían el Premio Xenpelar en 2006, y en 2008, el premio Osinalde de Jóvenes bertsolaris. En 2005, gracias a la beca Igartza para jóvenes escritores, escribió su primer libro: Aulki bat elurretan (2007). En 2007, gracias también a la beca de creación Joseba Jaka, escribió el libro Aulki jokoa (2009). En 2013 publicó Euli-giro y, en 2017 Jenisjoplin de la mano de la editorial Susa. Por otro lado, en 2010 se adentró en la literatura infantil publicando en la editorial Ttarttalo el cuento Ezin dut eta zer? En 2016 ganó el Premio Euskadi de Literatura Infantil y Juvenil en euskera con Besarkada.