Cuando damos por sentada la comida, olvidamos. Y no hay peor conjuro que el olvido.

Por Sasha Correa

Cuando en Cien años de soledad la peste del olvido pasa por Macondo, José Arcadio Buendía toma un hisopo entintado e identifica objetos con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. “Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo”. Lo hizo por toda la casa y luego lo impuso a todo el pueblo. “Se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”. 

Intentando que no se les escapara la realidad, los personajes de Gabriel García Márquez hicieron letreros hasta para decir hasta que “Dios existe”. Al Nobel le daba pánico perder la memoria y quizá por eso aprovechó su novela para compartir una de las más hermosas reflexiones sobre lo que supone olvidar el para qué de las cosas que nos rodean, de dónde venimos o quienes somos. Cuando damos por sentada la comida, olvidamos. Y no hay peor conjuro que el olvido, cosa que parece preocupar al movimiento de la gastronomía cuando interioriza lo que se cuece en él y confronta con acciones el desafío de recordar el valor de la comida en un contexto abonado con paradojas: entre ellas, la suerte de analfabetismo alimentario que, como la peste macondiana, echa raíces donde los consumidores se conforman con abrir solamente la boca, donde las personas no diferencian entre lima y limón, cilantro y perejil, boniato y apionabo y mucho menos entre los frutos de un nogal o un almendro —aunque siempre sabremos cómo comprar por internet una tarta de nueces con sirope estrellado de almendras.

Macondo visto por Alfred Pohl

Con los avances de la globalización y los profundos cambios sociales de las últimas décadas, nuestra relación con la comida se ha transmutado. Nunca como ahora ha habido tanta variedad ni abundancia, muy a pesar de que, hasta hace poco, lo habitual en las casas era comer lo que había, lo que alguien (normalmente una mujer) cocinaba en la medida de sus posibilidades, con intención de que nada sobrara en el plato. En la actualidad, y a excepción de economías de subsistencia, se come fuera ¿tacos, ramen o pasta? Se pide a domicilio ¿paella, pizza o hamburguesa? O si hay tiempo y ganas, se descongela algo, se combinan dos o tres cosas sobre un plato y “listo el pollo”.

A la pregunta “hoy qué hay para comer” contestamos con posibilidades accesibles, maravillosas, resolutivas, aunque en ciertos casos también sospechosamente curiosas: ¿tomates todo el año?, ¿aguacates en toda España?, ¿uvas sin semillas? ¿manzanas o queso en lonchas de larga —o eterna—duración? Mientras tanto, a nuestro alrededor se multiplican señales igualmente llamativas: exorbitantes casos de diabetes o padecimientos cardiovasculares, personas desnutridas pero con sobrepeso, niños obesos como parte del nuevo paisaje cotidiano y, al igual que en Cien años de soledad, gente incapaz de reconocer objetos sin una etiqueta, que distingue un medallón de pollo de uno de cerdo solo por lo que señala un empaque o que, sin haber tocado nunca a una vaca, necesita que se le explique que “a la vaca hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y que a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”.

«Cuando damos por sentada la comida, olvidamos. Y no hay peor conjuro que el olvido»

Los procesos de la industria alimentaria, el carácter indescifrable de algunos de sus productos y las formas con las que optamos por simplificar los vínculos con nuestros alimentos suscitan, en ese sentido, el interés de colectivos por desvelar las profundidades de un sistema tan complejo como perfectible, llamado a evolucionar los derroteros del gusto. De ahí que en este movimiento entren por igual quienes “cocinan la cocina”, escritores, investigadores, periodistas, cineastas o activistas: traductores y mediadores de lo que ocurre a nuestro alrededor cargados con argumentos para entender mejor el ecosistema en el que interactuamos, para presionar por cambios y vigilar a quienes controlan la industria. En este sentido, la gastronomía como movimiento le hace justicia a su tiempo cuando expone lo que no siempre salta a primera vista: pérdida de tradiciones y biodiversidad e ingredientes autóctonos en riesgo de desaparición, animales tratados como máquinas de producir comida; productos ultraprocesados que afirmaban ser ricos en vitaminas pero abundan en grasa y azúcares; coerción a agricultores para cambiar semillas propias por la patente de alguna multinacional; el efecto de pesticidas y herbicidas en extensiones de monocultivos, así como los costes reales que hay por detrás de todo esto.

La interacción con una realidad tan compleja conduce no solo a pensar en lo que comemos, sino a tomar conciencia, a ahondar en las repercusiones que hay en juego y a actuar en consecuencia, aprovechando para ello el conocimiento, el talento y la creatividad de un sector como el gastronómico, con el fin de que el pan de cada día sea un buen alimento. Y para que los consumidores se den cuenta de que, lejos de ser sujetos pasivos, son agentes políticos. De lo contrario, nos pasará como a los personajes de Gabo: “El sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante”.

Comer es todo menos un acto inofensivo, tiene consecuencias. ¿Cuáles? La respuesta lleva a volver a mirar de frente lo que dimos por sentado. Renombrar las cosas, recordar o explorar de cero para qué son. Como advertía el artista Joseph Beuys: “Nada parece funcionar, una nueva dirección es necesaria. Y es aquí donde comienza… comienza en la ensalada que comemos”.

Vuelve a cocinar

Aquello de picar, moler, macerar, asar, hornear, de pasar horas rebanando vegetales, moliendo especias o rezándole a un caldero para que salga rica una cena, ¿de verdad es necesario? ¿Tanto trabajo para qué? A diferencia de generaciones anteriores, pudiéramos transitar el mundo de hoy sin cocinar. Preparar alimentos tres veces al día, que para tantos suponía una carga tremenda, no es ya una labor obligatoria (a veces ni siquiera una opción para quienes reparten su tiempo fuera de casa).

En su libro Cooked (2012), Michael Pollan explica lo que denomina the cooking paradox (la paradoja de la cocina), preocupado por el hecho de que los americanos cocinan cada vez menos, como parte de una tendencia global: cocinamos menos alimentos, pero hablamos más de cocina. En su opinión, las personas hoy pasan menos tiempo preparando alimentos (pues optan por comprarlos listos) pero invierten más horas viendo a otros cocinar en programas de televisión.

En 2015, el Washington Post echó leña al fuego, advirtiendo una “lenta pero sostenida desaparición de la cocina en Estados Unidos”. Analistas como Harry Balzer, quien por más de tres décadas estudió patrones de alimentación, se sumó al debate y fue más allá, sentenciando a la cocina a una especie de fase terminal y afirmando que algún día terminaría siendo siendo una tarea “tan anticuada como zurcir calcetines”, porque, a su parecer, somos “tacaños y perezosos”. 

La investigadora Bee Wilson, sin embargo, ofrece una perspectiva menos findemundista en su libro The Way We Eat Now (2019). Las últimas décadas la hacen pensar que “la cocina no está muriendo, sino lentamente siendo reinventada e incluso reclamada, no por todos, claro, pero sí de forma significativa. A pesar de que aparentemente ya nadie tendría por qué cocinar, dado que en sociedades como las nuestras la cocina no es una tarea obligatoria sino opcional, extraña que tantos de nosotros queramos hacerlo”.

“Cuando decimos ‘ya nadie cocina’ —añade la escritora inglesa— quizá lo hacemos imaginando la cocina casera como esa que dependía de mujeres confinadas a una vida de trabajo en casa, no remunerado. En contraste, la cocina de nuestro tiempo es asumida por un espectro diverso de personas y de diversas maneras.

Durante cientos de años, el pináculo de la cocina se suponía que era inventar un plato nuevo. Ahora, quizá,

la mayor invención sea encontrar formas de cocinar que calcen más fácilmente con el tipo de vida que llevamos”. Y de repente la pandemia nos dio un empujón: para muchos cocinar no fue opcional sino necesario durante los días de confinamiento en los que comer dependió de cada cual y de nadie más. Algunos descubrieron que ni era imposible ni tampoco necesariamente tedioso: picar cebollas podía volverse sencillo y hasta entretenido con la práctica. A falta de tacto, y a metros de distanciamiento social, fermentar el tiempo fue mejor que no hacer nada con él; remover salsas resultó divertido, desafiante y hasta estimulante; igual que cocinar en familia mientras transitábamos una de las mayores crisis de nuestra época o que meter las manos en masas que resultaban bocados torpes pero no por ello menos extraordinarios. Asomados a tutoriales, a redes sociales o al móvil para videollamar a un pariente lejano en busca de recomendaciones para elaborar esto o aquello, nos acercamos. Cocinamos, comimos, bebimos y nos emborrachamos juntos, mientras el calor de unas alubias o el olor de un curry recién hecho empañaba las pantallas y nos ayudaba a cargar con tanta angustia.

«Los consumidores deben darse cuenta de que, lejos de ser sujetos pasivos, son agentes políticos»

¿Qué ha quedado de todo esto? Aún está por verse. El tiempo dirá si la “generación covid” es, entre otras cosas, una que aprendió a cocinar. En cualquier caso, está claro que ni la introducción de prácticas sostenibles en los campos y los mares, ni la defensa de las culturas y tradiciones, ni la reivindicación de los productos locales, ni el consumo estacional, ni la protección de especies en vías de extinción, ni la divulgación de dietas saludables o recomendaciones nutricionales fiables, ni el control de pesticidas y fertilizantes químicos, ni las alertas sobre el incremento de los índices de obesidad y diabetes, ni la disponibilidad en el mercado de las verduras, las carnes y los pescados más frescos y sabrosos tendrán demasiado sentido si al final del proceso, si al final del péndulo de Newton hay una cocina vacía, si no sabemos qué hacer con la biodiversidad que defendemos, si permitimos que se desvanezca el conocimiento ancestral que conforma nuestra herencia, si ollas, sartenes y hornos terminan exhibiéndose en un futuro en anticuarios junto a un telégrafo, o si mañana alguien encuentra dentro de un museo de arte natural a una abuela cocinera reproducida en cera.

El llamado “Volved a cocinar” se vuelve entonces una consigna para un mundo acomodado que ha convertido las cocinas en lugares donde hay poco más que un microondas y en los que apenas se hace algo más que abrir botes, latas o comida empaquetada. Frente al olvido, es preciso cocinar. Porque acorta distancias con la naturaleza, nos lleva a palpar ingredientes crudos, ensuciarnos las manos, avispar la nariz y afinar la mirada; a preguntarnos por qué la textura de una patata frita previamente congelada es tan distinta a la de una que toca el aceite caliente recién llegada del mercado; o por qué este tomate es tan insípido y este otro sabe a verano, despertando nuestra curiosidad por saber de dónde viene, quién lo produce o cómo crece.

Cocinar implica detectar de primera mano la calidad de una berenjena, ser conscientes de la pericia, del tiempo y el trabajo que demanda la elaboración hasta de una simple galleta o de revivir gestos adquiridos, como los que son necesarios para preparar una arepa o un bacalao al pil pil. Pero significa, sobre todo, tomar decisiones de compra y ser consciente de sus repercusiones sobre los eslabones de la cadena que conecta la despensa que nos rodea con nuestra mesa. Quienes se saben parte del movimiento de la gastronomía se ponen un delantal no tanto porque tengan que hacerlo, sino porque quieren, porque disfrutan del conocimiento, el legado y la experiencia que provoca encender una hornilla y viajar de lo crudo a lo cocido; porque se animan a meter la cabeza hasta en la sopa y combatir así la peste que ha venido borrando un poder tan importante como el de darnos de comer de nuestra propia mano. 

* Texto originalmente publicado en el libro Gastronomía: diálogos en torno a la cocina de hoy y de mañana publicado por el BCC en el marco de su décimo aniversario.

Sasha Correa es periodista y escritora venezolana, con más de 15 años de experiencia internacional en Gastronomía, transformando pulsiones en proyectos editoriales, libros, conferencias internacionales y apuestas creativas. Coautora de publicaciones como 50 Miradas: un recorrido por la gastronomía contemporánea, trabaja actualmente junto a Basque Culinary Center y Mugaritz en proyectos como Diálogos de Cocina.