Durante su paso por nuestro congreso Diálogos de Cocina, la crítica, escritora gastronómica y ex editora de Gourmet Magazine Ruth Reichl analizó  la importancia del lenguaje y las palabras que escogemos a la hora de hablar de comida y alimentación y a plantearse la pregunta de si la verdad realmente tiene alguna relevancia en una sociedad que hoy en día navega algo desorientada en el proceloso mar de la “posverdad” y los “hechos alternativos”. Reproducimos a continuación el contenido íntegro de su conferencia.

"Las palabras importan -y mucho- y las palabras que utilizamos al hablar de comida están cargadas de implicaciones. Es hora de que nos paremos a pensar en las palabras que utilizamos al hablar de comida."

Por favor, perdónenme por lo que estoy a punto de contarles; surge desde un punto de vista muy americano y me resulta un poco embarazoso que tenga un título tan rimbombante. Pero el día que Sasha Correa me llamó -imagínenme sentada en la pequeña cabaña en la que escribo, en las colinas del norte de Nueva York- me dijo: “¿En qué estás pensando ahora mismo?”. Fue justo después de las elecciones y le solté: “Me he estado preguntando si la verdad importa”. Es, después de todo, algo de lo más natural viniendo de alguien que ha dedicado toda su carrera a la crítica de restaurantes, vistiendo complicados disfraces con el fin de permanecer en el anonimato. Me convertía en la sexy rubia Chloe, en la alocada pelirroja Brenda, en la triste anciana Betty, la señora del bolso, y en la elegante Antoinette. En otras palabras, me he pasado la vida contando una mentira con el fin de llegar a la verdad.

Pero esto es diferente. Los tiempos han cambiado. Vivimos en la sociedad de la posverdad y nada es lo que era, ni siquiera lo que era hace un par de años.

El Oxford English Dictionary eligió “post-truth” como la Palabra del Año 2016, definiéndola como algo “relativo a circunstancias en las que los hechos objetivos resultan menos influyentes a la hora de moldear la opinión pública que a la de apelar a la emoción y a las creencias personales”. En mi país, un astuto manipulador de los medios de comunicación se subió a esa idea y sobre ella llegó hasta la Casa Blanca, donde continúa probando la verdad de la posverdad. Gobernar a través de mentiras -o, perdón, de “hechos alternativos”- resulta ser terroríficamente efectivo.

Para la mayor parte de la gente razonable resulta chocante vivir en un mundo en el que podamos plantearnos en serio una pregunta como “¿La verdad importa?”. Creo que todo el mundo en esta sala probablemente estará de acuerdo en que sí importa.

Así que, para empezar, quiero comenzar echando un vistazo a cómo hemos llegado a encontrarnos en la tesitura de hacernos esta pregunta. Si vamos a encontrar soluciones y contribuir a crear un mundo mejor, debemos empezar por mirar a las razones por las que ha surgido este mundo de la posverdad.

Hay muchos factores que han conducido a este momento, y sin duda la tecnología de internet y la aparición de las redes sociales han jugado un papel importante. Pero una gran parte de la respuesta tiene sus raíces en la alimentación. O, más concretamente, en la política alimentaria. Porque no cabe la menor duda de que la ruta hacia la presidencia de Trump pasa directamente por la comida.

No quiero decir con esto que la gente que consume comida rápida superó con sus votos a la que se preocupa por la sostenibilidad. Lo que quiero decir es que Donald Trump fue elegido -y sigue siendo respaldado- por una vasta América rural que todavía tiene que recuperarse de la crisis agraria de los años 80.

Estados Unidos comenzó siendo una nación de agricultores. Esto era tan cierto que Thomas Jefferson dijo: “Aquellos que trabajan la tierra son el pueblo elegido por Dios, si es que alguna vez tuvo un pueblo elegido, cuyo pecho ha convertido en su particular depósito para la virtud sustancial y genuina”. Pero incluso hoy el número de personas que trabajan en la agricultura ha disminuido hasta el punto de que Estados Unidos tiene casi dos veces más reclusos a tiempo completo que agricultores (2.109.303 agricultores en este país en 2014, pero la mitad de ellos a media jornada. En 2013 había 2.217.000 reclusos).

Esto no es una casualidad. En una era de avances tecnológicos, los grupos orientados al libre mercado querían ocuparse de lo que consideraban -y cito- “las ineficiencias de la agricultura”. Su idea era que podían trasladar el “exceso de recursos” (es decir, los agricultores) de la tierra a las ciudades, donde su mano de obra era necesaria. Desde los años 50 el gobierno americano ha emprendido políticas que trataban de reemplazar las granjas familiares autosuficientes, de tamaño medio, por otras mucho más grandes que fuesen capaces de producir la misma cantidad de comida de uno modo más “eficiente”. Estás políticas alcanzaron su punto culminante bajo el mandato de Earl Butz como secretario de Agricultura de Nixon. Butz les dijo a los agricultores que debían “crecer o largarse”. Siguiendo su consejo de “plantar de seto a seto”, los granjeros compraron maquinaria pesada a crédito. Y fueron eficientes; produjeron cosechas enormes.

Pero esto, combinado con la inflación, una desastrosa caída en las exportaciones y la bajada del precio de la tierra, hizo que los precios de las granjas se desplomasen a lo largo de todo el país. ¿Y cuál fue la solución del presidente Reagan para esta crisis?: “Conservemos el grano”, dijo de modo grandilocuente, “y exportemos a los granjeros”. El resultado fue que en tan sólo diez años al menos un millón de personas fueron desplazadas de sus hogares, su trabajo y en muchos casos de la tierra que sus familias habían cultivado durante generaciones. Y con los granjeros se marchó todo lo demás: las ferreterías, los supermercados, las barberías y los restaurantes que les habían servido. Conforme estas comunidades desaparecían, ciudades enteras se extinguían. Y siguen estando muertas.

Hace veinte años el periodista Joel Dyer planteó un excelente argumento al decir que el violento movimiento paramilitar de la derecha radical surgió de la crisis agrícola. Cuando un granjero es obligado a abandonar su propiedad, apuntaba, deja atrás algo más que un pedazo de tierra. “No sólo pierdes una granja. Pierdes tu identidad, tu historia, y en muchos sentidos tu vida. Es como si todos los miembros de la familia que habían trabajado esa tierra antes que ellos y todos los hijos y nietos que algún día deberían heredar esa oportunidad hubiesen sido súbitamente asesinados por un asaltante invisible”. Dyer fue clarividente aquí: mientras la economía rural americana se iba diezmando, las élites urbanas miraban hacia otro lado. En 2005 di una conferencia en la que dije: “Timothy McVeigh (el hombre que voló el edificio federal en Oklahoma) fabricó una bomba utilizando fertilizante y productos derivados del petróleo, y quién sabe cuándo el próximo granjero enfadado seguirá su ejemplo”.

Bien, ahora lo sabemos. Los “próximos granjeros enfadados” provocaron una revuelta rural y eligieron a un presidente cuyo plan no es volar un edificio, sino el gobierno al completo.

Nuestra negativa a ver la verdad de lo que estaba ocurriendo ante nuestras propias narices es lo que nos ha traído esta era de la posverdad. Y aquellos que viven en ella parecen muy satisfechos. Cuando Kellyanne Conway planteó la noción de “hechos alternativos” tan sólo se estaba haciendo eco de la ortodoxia de Trump. Cuando a otro miembro del equipo de Trump, Scottie Nell Hughes, se le pidió que defendiese una de las muchas afirmaciones falsas del presidente, su explicación fue terrorífica: “Desafortunadamente, ya no quedan hechos en este mundo”. Para “una gran parte de la población” lo que el señor Trump dijo era la verdad. “Cuando dijo que millones de personas votaron ilegalmente” -dijo- “sus partidarios le creyeron. Y eso es lo que importa”.

La siguiente pregunta es esta: ¿hay algo que podamos hacer al respecto?

Creo que la respuesta es sí. Necesitamos ser positivos y seguir avanzando. Creo que todos nosotros, en todas las esferas de influencia necesitamos plantearnos esta pregunta y empezar a observarnos a nosotros mismos y nuestro modo de comportarnos de forma lúcida y exigente.

Empecemos por la comida.

Hay al menos un ámbito en el que creo que podemos responder a a pregunta de si la verdad realmente importa, y es el de la publicidad en los alimentos. Una vez más, sólo puedo hablar por los Estados Unidos, pero nosotros estamos permitiendo que los fabricantes de comida bombardeen a nuestros hijos -demasiado jóvenes para tener las herramientas que les permitan distinguir la realidad de la ficción y por tanto incapaces de resistirse- con propaganda masiva sobre comida.

Todos sabemos que comer es un comportamiento adquirido y que, como Bee dijo ayer, los humanos somos animales que nos regimos por el sabor. Los patrones de alimentación de la infancia generalmente se establecen para toda la vida. A mí me fascinó el experimento que Bee citó, en el que los bebés, si se les dejaba a sus expensas, sabían exactamente cómo cuidar de sí mismos. Estamos interrumpiendo ese patrón. ¿Y qué pasa cuando el concepto de alimentación miente? Acabamos teniendo una crisis de obesidad. Por tanto, si estuviésemos a cargo del mundo, deberíamos aceptar que en este caso la verdad realmente importa y que ya esa hora de que dejemos de permitir a los gigantes de la industria de la alimentación que digan a nuestros hijos lo que deben comer. Pero hay un problema mayor. En el mundo de la alimentación debemos aceptar la idea de que la comida se ha convertido en una batalla importante dentro de la actual guerra de culturas que cada vez nos divide más. Y aunque los periodistas especializados en alimentación se muestran reacios a admitirlo, continuamente nos mostramos condescendientes con la gente cuyas elecciones en cuestión de comida son distintas de las nuestras. Nos sentimos notablemente superiores a aquellos que no comen como nosotros.

Por ejemplo, aquellos de nosotros que frecuentamos los mercados agrícolas y servimos comidas familiares cocinadas cuidadosamente desde cero, consideramos que esto no es una simple elección, sino un acto virtuoso. Nos estamos dando palmaditas en la espalda constantemente por ello. Somos muy engreídos. Porque parece lógico que si nosotros estamos siendo virtuosos, la gente que vive a base de comida rápida será exactamente lo contrario. Estamos convencidos de que se están haciendo daño, están haciendo daño a sus hijos y también están causando un grave daño al planeta.

Las palabras importan -y mucho- y las palabras que utilizamos al hablar de comida están cargadas de implicaciones. Es hora de que nos paremos a pensar en las palabras que utilizamos al hablar de comida. Cuando Tom Sietsema, el crítico de restaurantes del Washington Post, escribió sobre el presidente hace un par de semanas, dijo que “cenó con familiares y políticos en el BLT Prime de David Burke, un (bostecen todos al unísono) asador”.

¿Bostecen todos al unísono? Pero aún va a peor. Cuando Trump comete la audacia de pedir su chuletón bien hecho y cubrirlo de ketchup, Sietsema apenas puede mirar: “Parecía -escribió- que el plato fuese a venir acompañado de un vasito infantil”. Piensen en esto por un momento. El mensaje subliminal para todos aquellos que pongan ketchup en su chuletón -y en los Estados Unidos eso es un enorme montón de gente- es que no son más que unos críos. Si por casualidad a mí me gustase poner ketchup en mi chuletón, me sentiría ofendida.

Al leer esto, no pude sino pensar en el intercambio entre James Baldwin y Robert Kennedy en 1961. Kennedy pronunció un discurso en el Voice of America en el que dijo que “los negros están haciendo progresos. No hay ninguna razón para que en un futuro cercano un negro no pueda ser presidente”.

“Esta afirmación sonaba realmente avanzada para los blancos”, respondió Baldwin. Y estaba en lo cierto; incluso sesenta años después, así es como me sonaba a mí. Pero no a Baldwin. “No estaban en Harlem cuando esta afirmación se escuchó por primera vez. No escucharon las carcajadas y la amargura y el desdén con los que esta afirmación fue recibida. Desde el punto de vista del hombre que está en una barbería de Harlem, Bobby Kennedy llegó aquí ayer y ahora ya va camino de la presidencia. Nosotros llevamos aquí 400 años y ahora nos dice que quizá dentro de 40 años, si sois buenos, tal vez os dejemos llegar a presidente”.

Baldwin seguía hablando del “vacío alimentado por el pánico en el que blancos y negros, en su mayor parte, se encuentran en este país”. Y en el mundo de la alimentación nos encontramos de nuevo justo en el interior de ese vacío alimentado por el pánico, sólo que no se limita a la raza. Y si en algún momento vamos a salir del vacío, necesitamos tenerlo constantemente en mente. Necesitamos recordar que las palabras son importantes. Las palabras están cargadas de implicaciones. Y necesitamos utilizarlas con mucho cuidado. Empiecen a buscar ejemplos y se sorprenderán de qué maneras nuestras palabras están ampliando inconscientemente la línea divisoria que separa a aquellos que viven en ciudades de aquellos que habitan las áreas rurales del mundo.

Fijémonos, por ejemplo, en los anuncios de la sofisticada y cara cadena de supermercados americana Whole Foods [alimentos integrales], a la que se llama con sorna Whole Paycheck [el sueldo al completo]. En uno de sus anuncios una mujer blanca embarazada aparece junto a su hija en una cocina rústica. “¡Come como un idealista!”, exclama el pie de la imagen.

En otro, aparece un cielo azul sobre el que se puede leer “los valores importan”. Lo que esto sugiere, por supuesto, es que si no compras su comida -si no puedes permitírtelosno tienes valores.

Aquí va otro ejemplo. Hace un par de años Marily Hagarty, crítica de restaurantes

del Grand Forks Herald, en Dakota del Norte, escribió una luminosa reseña de un restaurante de la cadena Olive Garden. Era, escribió, “el mejor restaurante de la ciudad”. Los esnobs gastronómicos de todo Estados Unidos se volvieron tan locos que la cosa se convirtió en viral. Fue, como mucha gente apuntó, “involuntariamente hilarante”.

Ella misma se mostró serena frente a todo este asunto. “No tengo tiempo de sentarme a tuitear sobre si a algún presunto experto en gastronomía le gusta mi columna”, dijo. Quienes vivían en el centro del país compartían sus sentimientos; para ellos era un signo más de la falta de respeto que se les profesaba.

Y por mucho que respete a Michael Pollan, estos días siento una punzada cuando leo algunas de sus afirmaciones. Habla muy a menudo de “hacer lo correcto” en lo que respecta a la comida. Cuando un entrevistador objetó que quizá eso resultaría demasiado caro para algunas personas, replicó: “Sí, pero creo que la mayoría de la gente podría permitirse gastar más dinero en comida en este país. Hay un segmento de la población, probablemente menos del diez por ciento, que no puede gastar más de lo que ahora está gastando. Y necesitamos ayudar a esas personas diseñando ayudas alimentarias que los dirijan hacia el pasillo de los productos frescos y los aleje del de los snacks”.

Si yo estuviese viviendo de unos ingresos reducidos, esto me enfurecería. Pero va a peor: “…es verdad que para librarse de la comida procesada tendríamos que unirnos a un CSA (programa agrícola apoyado por la comunidad), en el que recibes una caja de productos frescos cada semana y tienes que pensar qué hacer con toda esa acelga o esa calabaza. Y mucha gente cree no tener tiempo para eso, en parte por los entre 50 y 100 dólares que están pagando por la televisión por cable e internet. Es una cuestión de prioridades”.

El hecho de dar por sentado que si la gente que no tiene tiempo para cocinar es porque está sentada viendo la televisión es tan flagrante como el de que Robert Kennedy pensase que tenía el derecho de dar a los negros permiso para ser presidente.

Yo misma siento una punzada al leer mis propias palabras. Porque continuamente barajo la idea de comer como un acto ético, como si la gente que vive en desiertos alimentarios, que tiene tres trabajos para alimentar a sus hijos y se ve obligada a ir a sitios de comida rápida porque lo que allí les sirven es más barato que la comida fuese ignorante de la ética.

Lo me lleva a Gwyneth Paltrow, mi ejemplo final de esnobismo gastronómico flagrante. “Antes muerta que dejar que mi hijo coma un Cup-a-Soup”. No me extraña que las madres agobiadas que vuelven a toda prisa del trabajo a casa y viven de los cupones de comida no la puedan ni ver.

Lo cierto es que en esta nueva era de internet estamos cada vez más divididos y hablando con nosotros mismos. Seguimos predicando a los que ya están convertidos.

Y necesitamos parar esto. Necesitamos tender un puente sobre ese hueco y empezar a hablar los unos con los otros. Pero aquí es donde volvemos a la posverdad. Si estamos de acuerdo en que en el mundo de la posverdad argumentar los hechos es simplemente otra manera de hablar con nosotros mismos, eso simplemente no funciona. Si los hechos ya no importan ¿hay algo que podamos hacer?

Sí.

El guionista Aaron Sorkin dijo recientemente en público que creía que Hollywood tenía los medios para arreglar la desinformación, para mostrar al mundo que los hechos alternativos no son ciertos. Lo que podemos hacer es escribir. “El sistema de divulgación de una idea más poderoso jamás inventado -dijo- es una historia”.

Durante una comida, el chef Andoni Luis Aduriz decía prácticamente lo mismo. dijo que creía que las historias son el sexto sabor. Necesitamos recordar esto.

Es interesante apuntar que los mayores saltos adelante en las actitudes públicas respecto a la comida en los Estados Unidos no se produjeron a través de grandes artículos sensacionalistas en periódicos y revistas; se produjeron a través de la ficción.

Cuando Upton Sinclair escribió La jungla, sus motivos eran políticos; quería hacer hincapié en los apuros que pasaban los trabajadores inmigrantes explotados en las plantas de envasado de carne de los mataderos de Chicago. Pero más que escribir su libro como una gran exposición de hechos, escribió una novela estremecedora. “Apunté al corazón del público -dijo tiempo después- pero le golpeé en el estómago”. Confiaba en mejorar las condiciones laborales; lo que consiguió fue la Pure Food and Drug Act, la primera ley de seguridad alimentaria en los Estados Unidos.

John Steinbeck provocó un efecto similar cuando escribió Las uvas de la ira, dando pie a un enorme clamor contra la explotación de los trabajadores de las granjas en Estados Unidos (¿Significa algo que los miembros de la familia Joad, sobre la que escribió, fuesen nativos de Oklahoma y no inmigrantes de color? Espero que no). Lo que trato de decir es que las palabras importan y que en la era de la posverdad necesitamos confiar en los contadores de historias, en la gente que nos conecta al hacernos saber cómo sienta ser otra persona.

Nunca estas herramientas han sido más necesarias que ahora mismo. El lenguaje es increíblemente poderoso: las palabras que elegimos utilizar y cómo elegimos utilizarlas pueden tener enormes consecuencias. Y en esta era de la posverdad necesitamos ir más allá de lo que siempre hemos considerado normal. Necesitamos escribir historias sobre agricultores con problemas, sobre trabajadores inmigrantes que luchan para sobrevivir, historias emocionantes sobre pescadores en busca de criaturas que han sido pescadas hasta su extinción y sobre los problemas de los animales en una época de cambio climático. Si queremos cambiar para mejor nuestro sistema alimentario, las historias son el medio para conseguirlo.

Ahora mismo estamos respondiendo al ataque apuntando a la mente, lo que puede resultar muy descorazonador. Pero no podemos caer en la desesperación. Debemos continuar luchando por aquello en lo que creemos. Y necesitamos hacerlo apuntando al corazón. O, como dice el escritor Héctor Abad, encontrando un nuevo sentido en el sonido de una vieja palabra.

 

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