«Si siempre ponemos el foco en el mismo sitio, nos perdemos las historias de resistencia»

Por Lakshmi Aguirre

 

© José González

Conversar con la escritora y veterinaria de campo María Sánchez (Córdoba, 1989) es recordar siempre las cuentas pendientes que mantenemos con el mundo rural y con quienes lo habitan. Trabaja con razas autóctonas en peligro de extinción. También con palabras a punto de desaparecer. De su boca no dejan de brotar nombres y más nombres de mujeres que cuidan, que trabajan, que comienzan, que intentan, que escriben para que, precisamente, permanezcan. Sabe que nombrar es hacer existir.

En más de una ocasión ha manifestado que vivimos a costa de nuestros márgenes y en esos márgenes indaga en ese emocionante poemario que es Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017), en Almáciga, un vivero de palabras del medio rural, y también en ese Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019), un libro que ha dado fondo, perspectiva y color a todas esas mujeres del campo que hasta ahora solo percibíamos de modo tenue, como una sombra.

Siempre tiene una pregunta (“un pellizco”) en la punta de la lengua. Quizá por eso pronto la veremos recorrer España entrevistando a autores y autoras rurales en un nuevo proyecto audiovisual que se emitirá próximamente. Hablamos con ella sobre las manos que trabajan en el mundo rural, sus heridas y las palabras necesarias para contarlas.

P. De un tiempo a esta parte, y sobre todo desde la publicación de Tierra de mujeres, la voz del rural se ha personificado en ti. ¿Es una gran responsabilidad?

R. No creo que sea la única voz porque el medio rural es súper diverso. Hay muchas voces y tenemos muchísimas historias que contar. Pero me siento muy agradecida por cómo ha funcionado Tierra de mujeres, también Cuaderno de campo. Sigo recibiendo mensajes de personas desde Argentina, Chile, España, en los que me cuentan que se han encontrado con la historia de sus abuelas y de sus madres. Creo que faltaba ese reconocerse en un libro. Ese sentir que una vale, que tus historias también valen.

P. ¿Quién había escrito sobre el campo hasta ahora?

R. Esa es la pregunta que debemos hacernos: quiénes son los que han escrito sobre el campo, y digo “los”, porque siempre recordamos a los hombres. Ellas también lo han hecho, pero no tienen el mismo reconocimiento. Cuando nos preguntamos por un autor del rural nos vienen Miguel Delibes, Julio Llamazares… pero no nombres de mujeres, como por ejemplo el de Mercé Ibarz, Cristina Sánchez Andrade, Olga Novo, Teresa Moure. Cuando salió Tierra de mujeres aproveché la promoción que tiene una editorial grande como es Seix Barral para preguntar a todos los periodistas por mujeres de la generación de Miguel Delibes que hubieran escrito del rural. Solo una periodista, Ana María Iglesia, me dio el nombre de Ana María Matute. Ya se está empezando a tantear esa mancha borrosa y queriendo recuperar lo que está en ella.

P. ¿Cómo podemos contaros sin pertenecer al rural? ¿Cómo podemos hablar de lo que hacéis y de lo que vivís en los pueblos y en el campo sin que parezca que lo hacemos desde una posición de superioridad?

R. Con ganas de aprender. No digo que solo escriban del rural quienes son del campo. Soy crítica con quienes se acercan a lo rural mirando desde arriba, siendo paternalistas, yendo como quien va a ver un zoológico, sin un acercamiento humano, normal, desde el respeto. Cuando se puso de moda lo de la España vacía era alucinante: las columnas, los titulares que hurgaban solo en el mismo cliché de moda, que disfrazaban lo rural de lo que no es. Por fin la gente del campo y de los pueblos empieza a decir que no. Ahora se escribe de los pueblos y del medio rural en general con otras manos, con otros puntos de vista, con otras formas de acercamiento. Estoy súper contenta. Además, hay muchas voces rurales en los medios y ya se habla de proyectos propios de gente del rural. Así que ¿cómo? Con tener esa preocupación ya se está abierto a una manera diferente de servir de altavoz. Parece que no podemos tener dudas, que no podemos ser vulnerables. Lo que nos enriquece como personas es hablar abiertamente de esos miedos que nos atraviesan. No somos máquinas, no somos perfectos y todos estamos en constante cambio y nutriéndonos de otras personas.

«Necesitamos al otro. Nadie es un organismo independiente. Hay que romper con esa imagen porque la naturaleza no deja de ser un entramado de relaciones y de colaboraciones para que la vida siga».

P. Esa vulnerabilidad que mencionas hasta ahora ha sido un tabú en los medios. En La salvación de lo bello, el filósofo Byung-Chul Han defiende que se considera bello lo que es pulcro, brillante, sin una fisura, cuando realmente lo bello está en la herida. Tú escribes también sobre esa herida tanto en Cuaderno de campo como en Tierra de mujeres.

R. También en Almáciga. Parte de ese pellizco de querer preguntar, de mostrar curiosidad por lo que no has vivido. Parece que no sabemos quiénes fueron nuestras abuelas o nuestras madres hasta que no se convirtieron en madres o abuelas. Parece que su vida anterior no existiera. Qué quería ser de pequeña, con qué soñaba, qué le gustaba… como si fueran años en blanco. ¡Podemos aprender tanto de ese remover la herida! Y hay belleza en esa vulnerabilidad, en esa red de interdependencia. Desde que nacemos hasta que nos morimos necesitamos a otras personas. Necesitamos al otro. Nadie es un organismo independiente. El modelo ‘BBVAh’ de Yayo Herrero, ese blanco, burgués, varón, autónomo y heterosexual, de cara al público será súper independiente, pero en lo privado tendrá una mujer que le cocine y que le limpie la casa desde una red de cuidado. Hay que romper con esa imagen porque la naturaleza no deja de ser un entramado de relaciones y de colaboraciones para que la vida siga.

P. ¿No visitamos lo rural lo suficiente para ver qué es lo que se esconde detrás de esa imagen?

R. No es cuestión de visitar. Yo no dejo de sentirme una privilegiada por haber crecido en el campo, por tener una familia paterna ligada a él, por haber tenido un rebaño de cabras. Esa es mi infancia. He crecido con eso y es un regalo. No podemos culpar a nadie por no visitarnos lo suficiente. No todo el mundo tiene la oportunidad de crecer en un campo y hay mucha gente que lo único que puede hacer es ir los domingos. Es en ese momento cuando podemos enseñarles, explicarles, mostrarles este mundo. Si no lo conocen, ¿cómo lo van a valorar? ¿cómo lo van a querer proteger? Y ojo, ya no solo a los niños y niñas de la ciudad porque también les pasa a los de muchos pueblos, que tienen una desconexión brutal con la naturaleza, el campo y los animales. La cuestión no es la de si se va lo suficiente al campo o no, sino, por ejemplo, si en los colegios hay un huerto o si en vez de que los niños vayan a visitar el Telepizza o el McDonald’s, como fue mi caso, los lleven a conocer una ganadería de vacas en ecológico o una huerta, cómo son las cosas que comemos, quiénes las hacen, en qué condiciones. Creo que hay algunos colegios de Francia en los que los menús escolares los organizan los padres con agricultores y ganaderos de la zona y cada año los niños van a conocer dónde y cómo se produce su comida. Eso sería fabuloso.

P. ¿Crees que esto ha cambiado con la pandemia? En el sector de la gastronomía se tiene la sensación de que ha girado un poco la cámara y de que se está poniendo en valor a quien está detrás del producto. ¿Lo ves también desde el otro lado?

R. Sí y no, porque lamentablemente, seguimos en un sector súper industrializado con un modelo híper extractivista. Hay gente que sí lo está haciendo. Pienso en Carlos Zamora y en su restaurante en el que comí en Cantabria durante la presentación de Tierra de mujeres. Me emocioné cuando cogí la carta y ponía quiénes eran los productores del queso, de la carne, de la verdura, quién había ido al mar a pescar. Eso sí que es visibilizar. Estamos reparando en ese discurso, por fin cambiamos la forma de mirar, pero necesitamos políticas públicas que acompañen a todo eso. Nos encanta la comida de ganadería extensiva, de pequeños productores y no queremos macro granjas, pero sigue siendo más fácil poner una granja de 1000 pollos que tener un rebaño de 40 o 50 cabras y hacer un queso de pasto, que es el sueño de mi vida, hacerlo como lo hacían mis abuelos. Esa es la realidad. Mucho “queremos vivir en el rural” pero todavía no tenemos bolsas de alquileres sociales para gente joven en los pueblos, facilidad de acceso a la tierra o de montar una pequeña ganadería. Practicar agricultura a pequeña escala es morirte en burocracia. Sí, se está poniendo en valor, pero necesitamos también algo más allá del papel.

P. En la última edición de Diálogos de Cocina tuvimos una mesa redonda con voces neorrurales en la que estuvieron Ana Corredoira de As Vacas Da Ulloa, Adrián Gallero del Colectivo Agrocuir o Edorta Lamo del restaurante Arrea en Campezo. Se habló de que se estaba actualizando lo rural desde otras perspectivas. Sin embargo, ¿necesita el medio rural que lo actualicen?

R. El medio rural se actualiza solo. Las personas que me has comentado son del rural y son voces del rural. Agrocuir no sale porque venga alguien de Madrid y diga “vamos a hacer un festival queer en Galicia”. No. Es la gente de la aldea la que decide hacerlo. La cosa es dónde ponemos el foco. El problema es que cuando estuvo de moda lo de la ‘España vacía’, las noticias que encontrabas en el periódico eran del tipo “El último habitante que se muere solo en un pueblo de Andalucía”. Me tiraba de los pelos. Si ponemos el foco en el mismo sitio nos perdemos las historias de resistencia, los proyectos de economía circular, de agroecología, de consciencia. Hay un montón en todas las comunidades y, además, son de gente joven que está tomando el relevo a sus abuelos y bisabuelos, pero metiendo conocimientos actuales, herramientas de hoy. Eso es brutal. Ponemos el foco en lo que nos da morbo: en la ruina.

© José Gonzalez

P. ¿Existe eso del “neorruralismo”? ¿Necesita que lo llamen así?

R. Entiendo que las personas necesitamos nombrar para conocer y para sentirnos confortables en nuestro territorio, en nuestro discurso.  Las etiquetas están ahí, pero lo que espero es que no nos quiten la pluralidad y la diversidad y todas las historias que hay detrás. ¡Los medios rurales son tan diferentes! No tiene nada que ver una baserritarra de tu tierra con una agricultora de Andalucía. Y tú desde la gastronomía y yo desde la agricultura y la ganadería nos estamos yendo solo a un rincón del rural, pero hay muchísima gente que no es ni ganadera ni agricultora, y que vive y trabaja en los pueblos. Que las etiquetas no quiten luz a todo lo que puede haber en el medio rural.

P. ¿Qué ocurre a la inversa? ¿Cómo se ven las ciudades desde los pueblos?

R. En una mesa redonda en la que participé en un pueblo Teruel, una mujer mayor del público se quejó de que los jóvenes no queríamos vivir en el campo. La culpa siempre es de la gente joven. Claro, a la gente joven le encanta vivir en Madrid compartiendo piso con cuatro personas y pagando 800 euros. Le encanta estar una hora y media en el metro para ir a trabajar. Tenemos que poner en cuestión el sistema en el que estamos, que nos afecta a quienes vivimos en el medio rural y a quienes viven en la ciudad. En los pueblos hay casas, sí, pero cuánto cuesta comprarlas, cuánto restaurarlas, dónde está el acceso a la tierra, los servicios de transporte, de alquiler, de internet… Antes los pueblos también eran centros, eran centros de comarca que tenían de todo. Con la pandemia, con la pérdida de biodiversidad por la emergencia climática, deberían fortalecerse de nuevo las comarcas y cambiar el modelo en el que vivimos.

P. ¿Es la natalidad un problema en el rural?

R. Ese discurso me da mucho miedo: “Lo que necesita el rural es que las mujeres tengan hijos”. Ese discurso y el de que llenemos los pueblos con inmigrantes me parece terrible y peligroso porque ensombrece todo el trabajo que se está haciendo desde muchísimas asociaciones, y no tienen porqué ser feministas. Parece que solo podemos vivir un tipo de mujer en el pueblo, que todas tenemos que ser madres y que la solución de todos los problemas está en tener niños.

P. En Almáciga escribes sobre palabras que corren el riesgo de desaparecer. Tu trabajo está centrado también en razas en peligro de extinción.

R. Sí, como la cabra palmera en La Palma, la oveja canaria en Gran Canaria y otras islas, la gallina extremeña azul, la cabra payoya en Ronda y Grazalema… Son animales que están muy ligados a parques naturales protegidos, a productos únicos con denominaciones de origen, con formas de hacer. Son producciones y animales en peligro extinción porque se pone en el centro otro objetivo que no es precisamente el de producir más, sino el de la vida, la conservación del paisaje, la elaboración de un producto de calidad. Cuando te estás comiendo un trozo de queso de cabra payoya te estás comiendo un trozo de un parque natural. Estas razas son las que no deberían estar en extinción porque son las que se adaptan al territorio y al cambio climático, las más resistentes, las que saben cómo es el campo. Hay razas que están en una nave, las sueltas en el campo y no saben comer. Además, este trabajo también sirve para difundir las historias que hay detrás y ponerlas en valor. Con la cabra palmera estamos haciendo entrevistas a personas mayores que trabajaron en La Cumbre. No te puedes hacer una idea de la cantidad de palabras que tienen para llamar a las cabras, a las plantas. Son cultura y un patrimonio vivo.

«Las mujeres sostienen el medio rural, pero ellos ocupan los titulares. Por eso es importante ver historias de mujeres, ejemplos, vidas, otras formas de trabajar. Si tienes referentes tiras para adelante, aunque sientas un poco de miedo, aunque estés temblorosa».

P. En todos los caminos que has transitado siempre ha estado presente la palabra escrita.

R. Soy una misma María, la veterinaria y la escritora. En casa era la tonta de los poemas. Cuando salió Cuaderno de campo, en una cena en casa con mi familia y mi editora y amiga Elena Medel, mi padre dijo: “¡Uf! ¡Hasta que la niña venda 500 libros!”. Llevamos 6.000. Tuve que tener éxito fuera para que empezaran a contarme historias en casa. Cuando los ganaderos se dieron cuenta de que yo les prestaba atención y veían que los valoraba empezaron a contarme cosas. ¡Pero cuántas me habré perdido antes! ¡A cuántas cosas no habré llegado! Ves la tele y los libros que le devuelven a una siempre la misma imagen de lo rural, y sientes la necesidad de abrir ventanas y mostrar que hay muchas otras y que son totalmente diferentes dependiendo de cómo las mires. Y quieres reivindicar esos saberes que han sido despreciados por la academia, como Robin Wall Kimmerer en Una trenza de hierba sagrada.

P. Siempre buscamos lo extraordinario para contarlo.  

R. Lo extraordinario es una cigüeña que se está alimentando. Hemos perdido la capacidad de conmovernos y hemos normalizado cosas como lo que supone que florezca un almendro o que germine una calabaza o que los pájaros sigan viniendo en las mismas fechas. No digo que haya que estar haciendo rituales de agradecimiento, pero sí dar valor a lo que nos rodea. Es algo que he tenido suerte de vivir en mi casa con la comida, siempre contando de dónde viene, de qué huerto, de quién es el queso. Ese compartir y valorar la comida es algo muy importante. Y es algo muy de mi familia, disfrutar viendo a la gente comer.

P. De hecho, escribes «La ternura siempre es / más fácil con un trozo de pan en la boca» en uno de los poemas de Cuaderno de campo.

R. Ese horror de no tener tiempo para comer en casa o al menos de sentarte y poder comer un plato de cuchara. Se supone que estamos en un sistema moderno, pero a mí me parece de paletos ir tomándote un café por la calle o comerte un sándwich delante del ordenador. Y ni si quiera nos lo cuestionamos.

P. ¡Dónde ha quedado el guiso a fuego lento!

R. Y la ropa que nos ponemos y el origen de los objetos que usamos. Hasta nos vemos los unos a los otros como algo de lo que sacar partido. Lo veo mucho en redes: cómo deshumanizamos a las personas. Hemos perdido incluso la conciencia de que detrás de la pantalla hay una persona que tiene sentimientos y que no tiene que ser como tú. Deberíamos planteárnoslo.

P. Las manos son un elemento recurrente en tu obra, tanto ensayística como poética. La mano que escribe, la mano que cuida, la mano que amasa, la mano que siembra y que recoge. Háblame de lo que suponen las manos para ti.

R. La mano es unión con el territorio, con los árboles, con los animales, con las plantas que hacen posible un ecosistema, un paisaje. La mano como algo que anuda pero que no ahoga, que trenza, que une, que posibilita; una mano que tiende, que colabora, que forma simbiosis con otros organismos, con otras personas; que exploran, que indagan, que cuidan, que tantean… Una mano es multitud de posibilidades y formas de ayudarnos a ver de qué manera queremos vivir y relacionarnos con los otros. Lo hago sin darme cuenta, pero siempre está ahí esa imagen, sí.

P. ¿Cómo se engarzan las manos de mujer con lo rural?

R. Hemos estado en una dictadura y vivimos en una sociedad machista que poco a poco se está rompiendo, pero la realidad es que hasta los 80 una mujer no podía tener una cuenta bancaria a su nombre. Eso es así. Es algo que cuento cuando me vienen con el matriarcado de Euskadi y de Galicia: luego miras sus estadísticas de mujeres con tierras y te dan ganas de reír. La mujer en la casa, una extensión más de la casa, que no trabaja, que solo hace lo suyo, lo que tiene que hacer. Pienso en mi madre como ama de casa. Y siempre tengo la sensación de que si no la hubieran quitado del colegio con 12 años para coger aceituna, si no le hubieran arrebatado eso… quizá la primera escritora de mi casa podría haber sido ella. Pienso en esas mujeres de pueblo que cuidan a los niños, al marido, que cocinan, que van al campo cuando hace falta. Pero claro, ellas no trabajan: ellas solo echan una mano. Eso es desigualdad pura y dura, machismo, y lo que hay que hacer es visibilizarlo y nombrarlo. Las mujeres sostienen el medio rural, pero ellos ocupan los titulares. Por eso es importante ver historias de mujeres, ejemplos, vidas, otras formas de trabajar. Si tienes referentes tiras para adelante, aunque sientas un poco de miedo, aunque estés temblorosa.

P. ¿Te has reconciliado con la cocina como lugar?

R. De pequeña pasaba siempre de puntillas por la cocina, era el sitio en el que no quería estar. Los espacios importantes de la casa lo ocupaban los hombres: los despachos, el estudio, el salón… Ellos eran mis referentes, no mi madre y mi abuela que se pasaban el día cocinando y limpiando y que me parecía que no tenían ninguna inquietud. ¡Su espacio vital era tan pequeño! Una no se preocupa nunca por qué mochila lleva tu madre, qué mochila lleva tu abuela, qué renuncias han tenido que hacer, qué decisiones no han podido tomar… Ahora me gusta escribir en la cocina con mi madre. Manchar el ordenador con tomate, con habichuelas. Me gusta ocupar ese espacio. Adoro la mesa de la cocina.