Sin mesa ni mantel

Cada vez que viajo procuro salirme de los canales  turísticos y tratar de conocer a la gente de cada lugar en su medio  habitual,  saber  lo  que  compran y cómo lo cocinan y lo  consumen.  Por  eso  una  de las primeras  cosas que hago  al  llegar  a  una  ciudad desconocida es visitar sus mercados, echar un vistazo a lo que ofrecen, escuchar a la gente y ver cómo se maneja. Rodeado de los colores, sonidos y aromas  del lugar, me  lanzo a probar en sus pequeños puestos los condumios que los propios trabajadores del mercado y sus visitantes almuerzan a diario. Claro, no es lo mismo adentrarse en el mercado  de  La  Bretxa,  en  San  Sebastián,  y tomarse algo en el bar de Iñaki que ir a la Boquería  de  Barcelona  y  hacerse  un  almuerzo  en Pinocho o tomarse una sopa con cerdo y fideos de arroz en una esquina de Beijing o comprarse  un  perrito  caliente  en  un  carrito de  la  5ª Avenida  de  Nueva  York  y  comerlo  a  la  sombra  de los rascacielos. Afortunadamente, no es lo mismo. En esos momentos cierra uno los ojos y sabe perfectamente  dónde se encuentra. El paladar ejerce aquí de brújula y nos indica con precisión cuáles son en ese instante nuestras coordenadas.

Dependiendo  de  la  ocasión  y  del  estado  de  ánimo,  a  uno  le  apetece  acudir  al  mejor  restaurante  de  la  ciudad  o  trata  de  llegar  a  ese lugar recóndito donde preparan ese plato  que  merece  perderse  varias  veces  en  la  búsqueda antes de alcanzar el destino. Pero otras  veces  lo  que  uno  quiere  es  salir  de  pintxos  o  enfrentarse  a  un  buen  bocata  en la tasca más popular, comer de pie en cualquier parte. La opción de comer en la calle, a pesar de todos sus inconvenientes, que por supuesto los tiene, nos pone en contacto directo con el lugar en el que nos encontramos y sus habitantes y puede enriquecernos a la hora de profundizar en el conocimiento de su cultura, de su forma de ser y de entender el mundo.

En el extremo opuesto de esta fuente directa y auténtica de conocimiento se encuentra esa otra cocina de calle turística, habitual en lugares que, tratando de saciar su incontenible hambre de novedad, se apropia de tradiciones, productos y formas que no son las suyas con  la  intención  de  imitar  lo  inimitable.  El mundo globalizado en el que nos encontramos lo engulle todo, lo tritura y lo vulgariza, dejándose por el camino la esencia que le da sentido. De este modo es posible encontrarse  con  un  bar  de  tapas  “spanish  style”  en  Singapur  sin  un  solo  hispanohablante  entre sus  trabajadores  o  un  restaurante  vasco  en  Moscú  sin  rastro  de vascos  en  su  plantilla.  Arrancada de su contexto, la comida de cada lugar pierde  significado y valor.  Me  resulta  difícil pensar en un puesto de sopa de cerdo cocinada en una cacerola abollada, sobre un infiernillo, en La Bretxa. No me imagino el bar de Iñaki  –ni  un  sucedáneo  del  mismo–  abierto  en  un  mercado  de Beijing. Si estoy  en Moscú el cuerpo no me pide perritos calientes. Para vivir  una  experiencia  auténtica con  la comida  sigue  siendo  necesario  viajar,  trasladarse. De lo contrario, en lugar de cultura  adquiriremos confusión.  En  lugar de conocimiento, desinformación.