Por Julián Otero

No solo de pan vive el hombre. No nos basta con cubrir necesidades biológicas a partir de alimentos o ingerir cualquier cosa diseñada para ser nutritiva y comestible, ni siquiera cuando tienen cualidades organolépticas suficientes en las cuales regodearnos. El placer hedónico inmediato tampoco nos es suficiente, si consideramos que, a diferencia de otros animales, los seres humanos somos individuos generadores y consumidores de cultura. Y la comida es un buen espejo en ese sentido sobre el cual asomarnos. A fin de cuentas, comemos mucho más que lo que directamente nos llevamos a la boca; comemos marcas, consignas, ideologías, hashtags, relatos, historias y hasta valores o principios. Hemos traspasado los niveles de supervivencia y de placer para que en ocasiones incluso importe más el fondo que la forma. Pensemos en una manzana: más allá del fruto que es, constituye una referencia imbricada a un simbolismo determinado -según la cultura- a valores y sobre todo significados. ¿Qué significa una manzana? La respuesta pasa por digerir no solo el producto en sí sino ideas.

"A fin de cuentas, comemos mucho más que lo que directamente nos llevamos a la boca; comemos marcas, consignas, ideologías, hashtags, relatos, historias y hasta valores o principios."

Una serie de factores y circunstancias nos llevan al cómo consumimos. Un sistema alimentario se define, en parte, por las posibilidades que tenemos a la hora de elegir lo que comemos. Cuando vivíamos en tribus estos sistemas eran limitados, las opciones se veían constreñidas a lo que éramos capaces de cazar o recolectar en nuestro entorno. En cuanto nos asentamos y empezamos a intercambiar bienes entre diferentes tribus nuestros sistemas alimentarios empezaron a crecer y con la creciente diversidad de opciones, también aumentó la posibilidad de decidir.

Por ejemplo, cuando Cristóbal Colón y su tripulación se encontraron con América trajeron consigo nuevos productos y técnicas a Occidente. La mayoría de estos productos tuvieron una lenta adaptación y pocos se consumieron de inmediato. El consumo de algunos vegetales como la patata y el tomate tardó siglos en generalizase, no obstante, ante la reticencia que mantuvo parte de la sociedad de la época. Otros productos como el maíz sustituyeron rápidamente a plantas similares como el mijo, gracias a un mayor índice productivo, y moldearon rápidamente la cultura. Esto es simple, como consumidores podemos reemplazar algo similar pero nos cuesta enfrentarnos a nuestra neofobia.

Se recombinan los elementos entre despensas, cambian en consecuencia recetarios, pero se modifican por igual los significados que adquiere las cosas. Eso explica que en el tiempo, un alimento considerado lujoso en un lugar y/o momento determinado, acabe convertido, en un par de décadas, en algo de consumo habitual. Aún recuerdo historias de mi Galicia natal de gente de cierta edad que solía comer los percebes con patatas todos los días porque no se ajustaban a los precios actuales o incluso usar las nécoras como abono para los campos. Este fenómeno es muy común en todas las partes del mundo, y todos podemos buscar ejemplos cercanos para darnos cuenta de lo volátil de este sistema.

Con la Revolución Industrial se dan no pocos cambios, muchos de ellos vigentes hasta nuestros días o evolucionados después de haber sido el germen, en su época, de lo que vendría, como el caso de las conservas creadas en 1810 por Nicolas Appert, un confitero que cambia de orientación laboral hacia inventor en las épocas de guerras napoleónicas. Como especie llevamos conservando desde que tenemos consciencia nuestros alimentos de múltiples formas: deshidratados, ahumados, secados, fermentados o en salazón. Es más, esta manera de conservar los alimentos también nos ha modificado nuestra percepción hacia este tipo de sabores y texturas. Son sabores de cultura que se convierten en referencias gustativas y que modifican nuestra manera de relacionarnos con los alimentos. Y sin embargo, volviendo a Appert, él inventa el primer método de conservación que no altera sustancialmente el producto. Y claro, esto nos lleva a dos hechos: uno, por demás bien documentado, sería la expansión de la cocina francesa en el mundo; y el otro, el paso que se da desde una a cocina de producto hacia una cocina de proceso.

Joseph Favré dice en su Dictionnaire Universel de l’alimentation de 1894 sobre un descendiente de Appert “Gracias a Chevallier-Appert se puede servir una comida completa en San Petersburgo, en Nueva York, en Pondichery, tan buena y tan fresca como se hubiese hecho en París”. La conserva en su momento se convirtió en un paradigma sobre la soberanía alimentaria de muchos lugares puesto que se convierte en la forma hegemónica de llevar la gastronomía francesa por todo el globo. Como consecuencia de la Revolución Francesa ocurrieron muchas cosas, entre ellas que los cocineros se quedaron sin trabajar debido a que la nobleza y a las clases altas afines habían sido despojadas de sus privilegios. Esos cocineros tenían dos opciones para sobrevivir: montar un restaurante o emigrar hacia otros países donde se necesitasen sus capacidades gestionando las cocinas de los palacios. En sus maletas iban no sólo sus conocimientos, técnicas y recetas, sino también productos. Al igual que en la Época Romana cuando el trinomio de trigo, vid y olivo ayudó a conquistar Europa, la alta cocina se vio en las mismas con la conserva. Un producto homogéneo difuminó así la barrera entre lo local y lo importado.

Por otro lado, el producto se transforma como hemos dicho en un proceso. El creciente número de industrias de finales del siglo XIX y principios del siglo XX hace que el mismo producto se reproduzca varias veces sólo con una diferencia notable, la marca. Aparecen entonces diversos sellos -pequeñas empresas se mantienen incluso hoy desde entonces en España como Ortiz en Ondarroa o Albo en Santoña. Que la comida se identificase con marcas, supuso añadido a referencias en muchos casos ya estandarizadas. Y se dibuja entonces la línea que separará al productor del consumidor: por primera vez el consumidor puede desligar la imagen de una manzana de la manzana.

"Comprar un yogurt no es ya elegir simplemente una opción concreta de un producto determinado para simplemente alimentarnos, es al contrario un acto de reafirmación de convicciones y prejuicios."

Durante el siglo XX y con advenimiento del marketing como disciplina dejamos de alimentarnos con comida para alimentarnos de ideas. Las ideas que nos hacemos de productos ya no están a la vista de nuestros ojos, conservados en una lata identificable por su marca. Nuestro lenguaje toma una deriva donde empezamos a reemplazar el nombre de ciertos productos o elaboraciones por su nombre comercial. Aliñamos nuestros platos con tabasco, nocilla o philadelfia… Y lo más trascendental es que asimilamos y aprendemos a nombrarlo de otra manera, no hay vuelta atrás. La idea supera el producto. Y en estas ideologías culinarias avanza una nueva dimensión comunicativa donde consumimos a través de cualquier aplicación en la cual, como una cascada, van cayendo imágenes al ritmo de nuestro dedo, inexorablemente y sin detalles. Medimos el tiempo de esas ideas en 140 caracteres, la reflexión de lo que comemos ya casi no existe, tenemos demasiados estímulos como para poder progresar a través de ellos. Asevera el publicista catalán Toni Segarra que “Internet es muy largo y muy ancho, pero muy poco profundo”. Caso aparte es la gente que mientras come consume otra comida a través de la pantalla, personas que se asoman a un táper frío mientras delante tienen a un chefs haciendo maravillas, al que acceden a través un móvil o un ordenador. Fenómenos fascinantes como el Muk-bang, que se origina en Corea, ha venido introduciendo la conducta de observar a personas jóvenes y delgadas darse atracones de comida a través de una plataforma de videos como Youtube. Comer intangibles parece volver a amplificar un espectro de opciones, pero con el añadido de que esta vez, el límite de eso que ingerimos simplemente viendo, navegando, instagrameando… no se mide ya por la capacidad de nuestro estómago. Se nos pudiera ir la vida en ello, sin saciarnos. Y esto tiene una lectura, el consumir tantas ideas nos obliga a posicionarnos y a virar y a comulgar con una ideología concreta. Además, los algoritmos empaquetan y dividen esas opiniones para que cada vez nuestros posicionamientos sean más vehementes y categóricos. Y es ahí cuando llegamos a la última etapa del camino, a comer consignas.

Como dice el escritor argentino Martín Caparrós: “La cocina no tiene que ser digerida para ser consumida”, ahora existen personas que consumen solo con la vista, con el deseo, con la imaginación y, por supuesto, con sus ideologías. Pongamos un caso práctico. Intentemos recordar un lineal de supermercado, el lineal donde están los yogures, donde un mismo producto que existe desde hace miles de años es acentuado actualmente con diversos credos. Tenemos yogures para deportistas, para niños, para personas mayores, para veganos, ecológicos, tradicionales, y un largo etcétera. ¡Es hasta difícil encontrar un yogurt “normal”! Comprar un yogurt no es ya elegir simplemente una opción concreta de un producto determinado para simplemente alimentarnos, es al contrario un acto de reafirmación de convicciones y prejuicios.

En un mundo tan complejo, y tan cargado de incoherencias, como consumidores tenemos un poder a la hora de elegir. Podemos consumir un vegetal de temporada, cosechado y traído directamente de una huerta cercana o comprar a lo que nos empeñamos en conseguir donde sea y cuando sea que estemos, todo perfectamente envasado y cortado. También podemos elegir comprar una lata de espárragos cultivados y envasados cerca o simplemente envasados cerca aunque se cultiven a miles de kilómetros. Incluso, uno puede decidir ir a diez restaurantes de menú del día o reservar ese dinero para ir a un restaurante gastronómico. Esas opciones, nos permiten elegir caminos, consumir en base a lo que creemos. Considerarse a uno mismo vegano, es sin duda, alinearse con unos valores políticos. Exigir de una manera casi beligerante el bienestar animal y el uso de los recursos de manera sostenible está más cerca de la política que de las apetencias gustativas. Comer como vegano no es decidir qué comer según lo que nos apetece sino por lo que creemos, surgiendo entonces una confrontación de nuestra parte más animal con nuestra parte más civilizada. Y pongo el veganismo sin ninguna intención sino como ejemplo, pero hay muchos. Otro de ellos es el consumir comida a través de plataformas de economía colaborativa como Glovo que no es más que apoyar otra ideología, donde uno pone en una balanza por un lado su confort y bienestar y en el otro lado los derechos sociales de las personas que traen la comida. Podemos elegir por tanto nuestra comida alineada con lo que comulgamos, alimentos que ritualizan nuestras opiniones y nos definen en un contexto cada vez más difuminado. Y visto lo visto, ya no comemos como somos sino cómo quisiéramos ser o cómo queremos que otros nos vean.